En la discusión sobre las reformas a la Ley de Seguridad Nacional –y otros ordenamientos relacionados– se juega el rostro futuro del Ejército mexicano y el juicio que la historia hará de su pasado reciente. La institución, que tiene la más larga y respetada historia de las que conforman al Estado mexicano, sabrá en unos días cómo deberá operar hacia adelante y, sobre todo, qué consecuencias podría enfrentar por lo que ya hizo.
Después de varias décadas de mostrar casi exclusivamente su rostro amable vía el Plan DN-III, el Ejército mexicano se ha convertido en la primera y última línea de defensa contra el crimen organizado. Se le ha pedido que haga de todo, desde labores de policía municipal hasta espionaje interno y rediseño institucional. Y lo ha ejecutado sin chistar. Sin embargo, se han cometido errores que perseguirán a los militares de esta generación cuando la próxima decida investigar lo ocurrido estos años.
El alto mando castrense lo entiende bien. Sabe que no se trata sólo de decidir si las tropas permanecerán en las calles –y someterlas a la justicia civil podría significar de hecho regresarlas a los cuarteles– sino también de entender bajo qué reglas del juego serán juzgados en el futuro. Se trata pues no sólo de definir lo que habrá de pasar, sino de cómo esta generación habrá de justificar las decisiones tomadas en los últimos años a las nuevas generaciones.
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