Todo mundo quiere que crezca la economía. El gobierno promete crecimiento. La situación económica del mundo se complica. Tres realidades con las que hay que lidiar. En concepto, podría haber muchas maneras de lograrlo, pero lo único que permitiría conciliar las tres circunstancias es elevar la productividad de la economía y hacerla más flexible y adaptable. No importa si uno es de derecha o de izquierda, liberal o conservador, la única forma de lograr el crecimiento es por medio de la productividad. Sin embargo, el gobierno está haciendo lo contrario: está afianzando los mecanismos de protección tanto arancelarios como no arancelarios, está desarrollando estrategias de política industrial y, de manera cuidadosa pero certera, está incorporando mecanismos de control sobre los estados, el sector privado, los sindicatos y otros componentes de la sociedad. Por ahí no vamos a llegar.
A los empresarios les encanta la política industrial, los subsidios y la protección. A los burócratas y políticos les encantan los controles y el gasto. Todos ellos ganan a costa del crecimiento. De esta forma, aunque hay acuerdo sobre la necesidad de crecer, poco a poco estamos observando que los mecanismos que se están adoptando constituyen una pobre lectura de la naturaleza del problema y/o un intento por imitar prácticas de otros países, sobre todo sureños, que de lejos se ven bien pero que no son susceptibles de arrojar el resultado deseado.
México requiere una estrategia para el crecimiento. En concepto sólo hay dos cosas que lo pueden lograr en un periodo relativamente breve. Una es empleando medidas de estímulo que fomenten la actividad económica, como típicamente ha sido la construcción de infraestructura. No es el único tipo de estímulo posible, pero en un país que sigue padeciendo un agudo déficit de infraestructura (tanto en cantidad como en calidad), ese camino sigue siendo válido, sobre todo si es producto de una visión de conjunto que coordine esfuerzos federales, estatales, municipales y privados.
Pero la clave del crecimiento en el largo plazo no reside en la infraestructura, por importante que ésta sea (pero cuyo impacto es limitado en el tiempo), sino en la existencia de un marco político y de políticas públicas que lo propicie. No hay otra manera. Este no es un mantra ideológico sino meramente práctico: cuando se adoptan medidas generales, toda la población puede beneficiarse; cuando se adoptan medidas particulares (con frecuencia favores), como las que son inherentes a una política industrial, unos ganan y otros pierden por decisión burocrática o por corrupción.
Existen innumerables ejemplos de lo anterior. Cuando se imponen aranceles elevados a la importación de suelas de zapatos, uno podría pensar que va a propiciarse el desarrollo de la industria zapatera; sin embargo, lo que hemos visto en las últimas décadas es que los zapateros mexicanos han ido desapareciendo porque no pueden competir con las importaciones dado que las suelas son demasiado caras. La protección a uno implica la destrucción de los otros. Lo mismo ocurre con las NOM, las normas que emite el gobierno y que frecuentemente sirven para proteger a una industria, o a una empresa, en lo particular. De acuerdo a la NOM respectiva, los cables eléctricos en México tienen que ser torcidos en una dirección distinta a la que caracteriza a los cables de EU y Canadá. Así, los consumidores de esos cables tienen que pagar por el privilegio de consumir insumos más caros que sus competidores. Imposible encontrar un ejemplo más flagrante de favoritismo irredento.
El punto importante es que ese tipo de medidas que tanto gustan a empresarios, sindicatos y burócratas no hacen sino limitar el potencial del crecimiento general de la economía porque impiden que crezca la productividad y porque discriminan a quienes podrían ser excelentes empresarios pero carecen de la capacidad para impedir esos favores particulares.
Una estrategia para crecer tendría por objetivo el ascenso sistemático de la productividad y para eso se abocaría a crear condiciones generales para el crecimiento, eliminar preferencias y mecanismos discriminatorios, derogar regulaciones onerosas (frecuentemente inútiles y siempre fuente de corrupción) y, sobre todo, adoptar medidas que disminuyan los costos de crear y operar empresas. Algunas de las acciones que se derivarían de este marco general son de largo plazo, otras de impacto inmediato, pero todas tienen que ser realizadas.
Bajar costos implicaría cosas como: mejorar la preparación de quienes egresan del sistema educativo (para reducir costos de reentrenamiento); mejorar la infraestructura (para reducir costos de transporte); mejorar la seguridad; facilitar el cumplimiento de las obligaciones fiscales, del IMSS, etc.; mayor flexibilidad laboral (la pedimos por parte de los americanos para los migrantes, ¿por qué no para los mexicanos?); bajar los aranceles prácticamente a cero; revisar todas las regulaciones con el criterio de costo para el funcionamiento de la economía, eliminar o disminuir drásticamente el uso de subsidios en la producción; asegurar el abasto de energéticos a precios competitivos; asegurar eficiencia y costos competitivos en la provisión de servicios. El punto es crear condiciones para que crezca aceleradamente la productividad. No hay otra forma de lograrlo: reforma que no eleva la productividad es irrelevante.
Estos asuntos nos retrotraen a la función del gobierno en la sociedad en general y en la economía en particular. Lo que yo he observado en los meses en que el gobierno actual ha estado en el poder es que quiere establecerse como autoridad para poder imponer reglas del juego. Me parece que ese es un camino necesario y encomiable. El país lleva tiempo sin sentido de dirección y sin la capacidad de conducir los asuntos públicos. Se requieren decisiones y acciones en diversos frentes, lo que implica un gobierno con las facultades y la capacidad de llevar a cabo su cometido. La pregunta es cómo va a usar esa autoridad: para controlar o para hacer posible el desarrollo. Como dice el anuncio, no es lo mismo ni es igual.
El país requiere un gobierno que funcione como tal no para controlar a la población y a los diversos subgrupos, sino para generar prosperidad. Para eso se requieren políticas generales, es decir, instituciones, no acciones dirigidas a favorecer a grupos favoritos a costa de todos los demás. Tampoco se requiere un sistema burocrático de asignación de recursos. Lo que urge son instituciones de aplicación general. Es mucho lo que está en juego en el criterio que decida seguir; por donde ha ido recientemente no llegará.
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