La obsesión por elevar la recaudación fiscal me recuerda la película Los millones de Brewster, de Richard Pryor. Brewster recibiría una enorme herencia pero sólo si se gastaba 30 millones en un mes; si no, la perdería. El objetivo de quien le heredaba era enseñarle el valor del dinero. Parece fácil pero, como ilustra la película, es tremendamente difícil gastar tanto dinero en tan poco tiempo, al menos para gente normal. Pero para los gobiernos y políticos jamás hay límite a lo que pueden imaginarse poder gastar. Por eso les es mucho más fácil buscar formas de elevar la recaudación que justificar la racionalidad del gasto que dan por natural.
No hay nada de natural en gastar tanto dinero. Por supuesto que un gobierno tiene innumerables responsabilidades y funciones que requieren ser sufragadas y para eso son los impuestos. Ahí está lo elemental, como la seguridad física de la población, la justicia, la salud y la educación, además de asuntos como la representación del país en el exterior y la creación de condiciones materiales para que la población pueda prosperar, como infraestructura, reglamentos de tránsito y otros similares.
Dicho eso, la primera pregunta que uno debe hacerse es ¿en cuál de esos rubros tenemos algo que remotamente refleje capacidad, por no decir excelencia? No hay un solo rubro en el que nuestro gobierno se guie por criterios de eficiencia, logro de objetivos o calidad. Tampoco de productividad. La noción de que más gasto mejora el resultado es, como dicen de los segundos matrimonios, el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.
Pero en nuestro caso lo anterior es apenas un punto de partida. El derroche de recursos es legendario en el gobierno federal, pero ejemplar cuando se le compara con la forma en que despilfarran recursos los gobernadores y presidentes municipales. Todavía peor es la permanente obsesión por “despetrolizar” las finanzas públicas. Yo me pregunto por qué.
Primero, todos sabemos la clase de cueva de Alibabá que es PEMEX. La entidad que podría ser uno de nuestros grandes motores de crecimiento no es más que un espacio de interminable corrupción, ineficiencia, propiedad de su burocracia y sindicato y fuente de fondos para la consecución de obscuros objetivos políticos. En una palabra, PEMEX es un barril sin fondo que jamás rendirá cuentas o aportará a la economía nacional más de lo que hace hoy: pagar por la explotación del recurso que, según dice nuestra Constitución, es de todos los mexicanos y no sólo de sus intereses internos.
A pesar de lo anterior, es no sólo ubicua sino, me atrevería a decir, universal, la noción de que en lugar de que los fondos que hoy recibe el gobierno federal por concepto de explotación del recurso natural deberían quedarse con la entidad y que el gobierno recaude la diferencia por otros medios. Es decir, darle más dinero al corrupto monstruo para que todavía haya menos oportunidades de promover el desarrollo del país.
Detrás de todo esto yace la concepción que David Mamet hace años resumió con claridad en su libro El Conocimiento Secreto: “Nuestros políticos, igual de izquierda y de derecha, son perezosos: se sienten libres para gastar, perseguir fantasías y dispendiar recursos, recursos que no son suyos y para cuyo mal uso o desperdicio no hay castigo”.
Ahora que estamos entrando en un nuevo round de reforma fiscal, valdría la pena recordar que existen sobradas razones para que el gobierno recaude más y gaste en la promoción del desarrollo del país. El problema es que estas cosas deben estar conectadas. De nada sirve recaudar más si todo lo que vamos a lograr con ello es retirar recursos de la población que podrían ser mejor empleados por la ciudadanía, generando crecimiento por vía de la inversión privada o el consumo. Tampoco sirve de nada que el gobierno tenga más recursos si todos van a acabar desaparecidos por su mal uso o por ser sustraídos o distraídos vía corrupción.
En el corazón del asunto fiscal se encuentra otro más de los desencuentros que ha vivido el país en las últimas décadas. Aunque para muchos mexicanos, comenzando por los políticos, no sea obvio, la apertura de la economía cambió toda la lógica del funcionamiento del país. A partir del momento en que el gobierno dejó de controlarlo todo -igual las importaciones que la libertad de expresión- el país comenzó a girar en torno al funcionamiento de la economía. En este contexto, no es casualidad que Gobernación haya dejado de ser el pivote alrededor del cual giran los asuntos nacionales: la clave dejó de ser el control represivo. A partir de ese momento, la clave del funcionamiento del país pasó al eje Hacienda-Economía. Pero esto no parece haberse asimilado en el mundo político y de la prensa cotidiana.
El gran problema del país es que no ha cambiado el sistema de gobierno: éste sigue operando bajo premisas que eran válidas en los años cincuenta del siglo pasado pero que dejaron de serlo y hoy son totalmente irrelevantes. En aquella época, por medio del gasto centralizado y el férreo control del comercio exterior, el gobierno era el corazón del funcionamiento de la economía. De la misma forma, se ejercía total control sobre los gobernadores, medios, partidos políticos, empresarios y sindicatos. En adición a lo anterior, todo estaba organizado para beneficiar a la burocracia política en términos de puestos y enriquecimiento personal. Lo que esa clase política nunca perdió de vista es que la clave de su permanencia residía en que hubiera progreso económico. Pero éste casi desapareció del mapa a partir de 1970.
La liberalización económica alteró todas estas relaciones pero no se creó una estructura nueva ni se reformó la existente. Peor, los cambios fueron abruptos y sin estrategia tanto en lo relativo a la economía como a la política. Desaparecieron los controles, los gobernadores se apropiaron del erario, los empresarios respondieron como mejor pudieron (unos ganando como tiburones, otros languideciendo, algunos convirtiéndose en éxitos impactantes), los sindicatos se independizaron y el país dejó de ser un ente organizado. El desorden burocrático, la inseguridad pública y la violencia no son producto de la casualidad.
Volviendo a la reforma fiscal: lo que el país requiere es una reforma del gobierno en su conjunto, desde el “pacto federal” hasta la rendición de cuentas. La reforma fiscal es un componente ineludible de una reorganización radical del gobierno, pero no es substituto de ésta. México no necesita recaudar más. México necesita un gobierno que funcione y no solo porque tiene políticos competentes ahora, sino porque tiene estructuras que le obligan a hacerlo.
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