Para Maquiavelo, los operadores políticos exitosos son quienes dan la apariencia de inocencia y nutren una reputación de benevolencia, independientemente de que, por debajo del agua, estén tramando. En contraste, quienes se asumen como maquiavélicos y tratan de desarrollar una reputación como tales –los grillos y otros políticos pretensiosos- no lo son. Esta reflexión sobre las virtudes del poder y su administración me vino a la mente al leer un libro excepcionalmente interesante, tanto por la honestidad del autor como por sus implicaciones.
Michael Ignatieff, canadiense de nacionalidad, era un exitoso profesor de política en Harvard cuando fue invitado a incorporarse a la política de su país con miras a liderar su partido. El libro, Fuego y Cenizas, es un agudo recuento de su (patético) proceso de decisiones, la elección que lo llevó a perder el poder, el partido y hasta su propio escaño parlamentario. En realidad se trata del contraste que existe entre la academia y la vida pública, dos mundos que evidentemente interactúan pero que no son lo mismo y que, con contadas excepciones, se caracterizan por habilidades que no son trasladables entre sí, por más que muchos, como el grillo que se siente el epítome del maquiavelismo, piense lo contrario.
En su libro Los Presidentes, Julio Scherer cita a Octavio Paz afirmando que “los intelectuales en el poder dejan de ser intelectuales aunque sigan siendo cultos e inteligentes… porque es muy distinto pensar que mandar…”. Ignatieff explica el otro lado de la moneda: los dilemas, carencias e incompetencia de un académico serio y exitoso en su tránsito por las esferas del poder. Su punto de partida y, en cierta forma, el resumen de su argumentación, es que las habilidades de un político exitoso (en este sentido maquiavélico) pueden ser aprendidas pero no enseñadas. Es decir, la interconexión entre ambos mundos es indirecta y tenue.
El libro de Ignatieff me llevó a tres reflexiones. Primero sobre algo que Michael Barone, analista político estadounidense ha descrito desde hace mucho sobre su país: las ideas que provienen de la academia no siempre son aplicables al mundo de la política, por más que los modelos matemáticos y conceptuales de que emanen parezcan impecables. Mientras que el estudioso vive comprometido con su propio aprendizaje y análisis –y cambia de opinión en la medida en que sus observaciones así lo exijan-, el político vive en la trinchera tratando de avanzar proyectos, objetivos e incluso ideas, cuando su instinto le indica que el tiempo ha llegado. La intersección es obvia, pero las diferencias también lo son: el político sabe que no puede controlar todas las variables y que el tiempo –el timing– es clave. Para el académico es fácil aislar las variables y suponer que el mundo se comportará de la manera que su modelo sugiere.
La segunda reflexión es sobre el poder. Ignatieff relata sus conversaciones y encuentros con políticos profesionales cuya motivación y comportamiento es la de la competencia constante por un escaño y, por ese medio, avanzar sus planes y proyectos personales, políticos y para la sociedad. El académico que el autor lleva dentro es capaz de analizar el fenómeno y entender su dinámica pero no sabe cómo lidiar con él. En un interesante pasaje de su libro, Ignatieff se percata de circunstancias típicas de la política, sobre todo la forma en que una idea o planteamiento cobra fuerza porque alguien “importante” lo dijo y se convierte en reguero de pólvora, repetido por todos aunque sea falso. Un político enfrenta fuerzas que son obvias y muchas que no lo son, ambiente distinto al de la academia en que no sólo se vale, sino que se premia la discusión especulativa.
Finalmente, mi tercera reflexión de la lectura de este político fallido es sobre la actividad cotidiana de los políticos, acentuada en países donde la reelección es en serio y eso entraña tener que mantener una cercanía permanente con el electorado. Por un lado está la satisfacción real de necesidades y peticiones de los representados, circunstancia que requiere atención, gestión y acción. Por el otro se encuentra la imperiosa necesidad de ser actores permanentes, hacer sentir a los votantes que trabaja para ellos y jamás perder los estribos. Política de 24 horas, desconocida en nuestro mundo donde (muchos de) los puestos, incluyendo los de elección, son dados, no ganados.
Quizá la característica de la política abierta, dirigida al ciudadano y sujeta a elección y reelección constante es que los políticos están en el candelero mientras están pero luego tienen que volver a ganarse la vida de alguna otra manera. En algunos países se retiran, en otros comienzan un negocio y otros más encuentran formas de ocupar su tiempo ya sea dando clases de nuevo (Ignatieff), siendo consultores o lobistas. Aceptan que su ciclo se acabó. Eso no sucede aquí, el país de la interminable rueda de la fortuna.
Ignatieff, reconocido experto en Maquiavelo, se dedicaba a enseñar el libro que cambió la perspectiva y el conocimiento de la política. Sin embargo, cuando llegó el momento de actuar en política no tuvo capacidad de hacerlo y acabó siendo un fracaso como candidato, como líder y como político. En un artículo reciente, posterior a la publicación del libro, pregunta si el presidente (Obama) es suficientemente maquiavélico. Esa es la pregunta que el propio autor, y cualquier académico o intelectual que añora incorporarse al mundo de la política debería hacerse antes de dar el paso.
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