La realidad mexicana con frecuencia supera la ficción, los parámetros de lo reconocemos como “lo normal” igual en la economía que en la política. Como describir, si no es de anormal, el acoso del que fui objeto por tomar la decisión de cambiar a la empresa que administra mis fondos para el retiro. Jamás imaginé el acoso desvergonzado que seguiría, jamás calibre en su justa dimensión el enorme desprecio que existe hacia el consumidor y su capacidad de elección. Si ésta fuera sólo una desafortunada anécdota, no ameritaría más que un lamento personal. El problema es que retrata en forma y fondo uno de los problemas centrales de nuestra economía, la razón de ser de nuestro atraso y nuestra incapacidad de evolucionar.
A primera vista, parecería meritorio que una empresa que pierde a un cliente busque recuperarlo. Una llamada para convidar al susodicho a reconsiderar su decisión sería no sólo razonable sino incluso encomiable. Una segunda, tercera hasta llegar a una veintava, ya no es cordialidad y estrategia, sino acoso y abuso. Una forma de ser y actuar de aquellos que no sienten el menor respeto hacia el consumidor porque nunca han tenido que procurarlo, porque siempre han tratado con un consumidor cautivo, sin opciones, al que no le ha quedado de otra más que apechugar. Esa es la lógica en la que seguimos insertos a pesar de la apertura de nuestro comercio, a pesar de “esos grandes cambios” que debieron darle una orientación distinta a nuestra economía pero que en el fondo nos dejaron igual, con mandamases y sectores completamente ajenos a la competencia, con intereses creados que medran de la sociedad.
No se necesita ser muy avezado para reconocer que la mexicana es una sociedad con una organización política y económica sesgada a favor de unos cuantos. Las reglas están dispuestas para que ciertos grupos y personas se lleven la tajada grande de un pastel que, no es casual, pierde capacidad de crecer. Este es un dilema reconocido en la teoría política, pero también verificado por la historia económica. Las sociedades se estancan cuando ciertas organizaciones y grupos adquieren la capacidad de alterar las reglas en su beneficio aun cuando el resultado sea el estancamiento o el atraso general. En la economía mexicana sobran ejemplos de los anterior: igual las telecomunicaciones, que el transporte; el sector eléctrico que el bancario; en todos ellos el interés de unos cuantos ha prevalecido sobre el interés del resto.
Esto no es privativo de México, aunque no podemos negar que nuestra genética está cargada con esa propensión a la búsqueda de la prebenda o privilegio, del trato excepcional. Lo que nos distingue es nuestra incapacidad para domesticar esas ambiciones, para ponerles límites y encauzarlas de manera que se traduzcan en desarrollo. Esta es una incapacidad que está asociada a la negligencia, pero también a la conveniencia. El gobierno mexicano o se hace de la vista gorda –por cobarde o incapaz–o participa de los beneficios de una asociación ventajosa. El hecho es que tenemos una economía de buscadores de renta, no de empresarios o visionarios. Y son muy pocos los ámbitos o sectores de la actividad económica en los que la competencia efectivamente se presenta. En la medida en que estos intereses sectarios predominen, la capacidad de crecer de la economía se seguirá debilitando.
El estancamiento y atraso no es un hecho fatal producto de la casualidad o de fuerzas inexplicables. Su origen tiene nombres y apellidos y causas muy concretas. La pregunta es cómo revertirlo. Serán estos intereses por iniciativa propia los que decidan hasta dónde les es conveniente seguir medrando ¿tendrán esa capacidad? O es la sociedad a través de las diversas instancias de (dudosa) representación con las que cuentas las que pongan un hasta aquí. No queda claro, pero en el inter, seguiremos padeciendo como consumidores y como mexicanos de una economía que no da más porque no la dejan prosperar.
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