El domingo 17 de marzo, en el marco del 75 aniversario de la estatización petrolera, el presidente Peña Nieto advirtió que si bien México requiere transformar de forma fundamental y rápida la industria energética, también mencionó que PEMEX no se privatizará, ni se venderá. Un día después, Luis Videgaray, secretario de Hacienda y Crédito Público, abogó por una mayor flexibilidad en la participación del sector privado en aras de que PEMEX pueda utilizar tecnología para acelerar la explotación de los recursos energéticos. ¿Cómo pretenderá el gobierno vencer las añejas resistencias a las reformas? ¿Continuará siendo suficiente el Pacto por México para garantizar el respaldo de la oposición en este rubro en particular? Mucho más importante, ¿cómo logrará el gobierno explicar y convencer que el contexto energético mundial ha cambiado de manera tan radical que de no actuarse con celeridad, la economía podría acabar colapsándose y peor, si el propio gobierno parece no comprender esta nueva realidad?
La necesidad de una reforma energética de fondo es innegable. Actualmente, no se tiene el capital ni la tecnología necesarios para las exploraciones profundas, por lo que las alianzas con el sector privado son prácticamente indispensables. En este sentido, la reforma de 2008 fue muy limitada si la comparamos con los retos que enfrenta el sector. El principal obstáculo que se tuvo para que una reforma energética estructural fuera aprobada fue principalmente la falta de acuerdos políticos. En 2008, gobernaba un partido con poca legitimidad electoral que disminuyó su capacidad de maniobra en negociación de una reforma de tal magnitud. Por otro lado, el contexto político permitió unidad en la izquierda alrededor del trasnochado discurso lopezobradorista, cuyo abanderamiento ideológico lo posicionó favorablemente en el clamor popular en contra de la reforma. Asimismo, el PRI no tenía en ese momento los incentivos suficientes para aprobar una reforma que, en buena medida, atentaba contra los intereses de los grupos nacionalistas de su base.
En 2013 el contexto ha cambiado y la configuración del poder político representa una ventana de oportunidad que estuvo ausente durante las gestiones panistas. Aun sin mayoría absoluta de sus aliados partidistas en el Congreso, el presidente Peña no enfrentará una oposición tan beligerante como la que en su momento tuvo su antecesor. Además, existe una izquierda dividida que le abre posibilidades de negociar con corrientes más moderadas. Sin embargo, todavía prevalecen algunos obstáculos como el potencial latente de continuar explotando la acendrada idea de la propiedad de la nación sobre el petróleo, lo cual hace que una reforma constitucional que abra a la participación flexible de capital privado sea altamente impopular. Otro riesgo es la “caducidad” de la “moderación” de la izquierda, en particular de la participante en el Pacto por México. Por parte del PAN, cuyas bancadas podrían sumar suficientes votos para hacer las modificaciones constitucionales requeridas en una reforma de gran calado, el apoyo a la apertura parece estar garantizado, aunque los detalles estarán en la negociación.
Ahora bien, el gobierno deberá emprender una labor en la cual sus antecesores fracasaron: una adecuada estrategia de concientización, socialización y trabajo político que permita abrir canales de comunicación con grupos clave de la sociedad en vista de construir un respaldo popular a la reforma. Sin duda, el Pacto por México no será suficiente en la consecución de ello, incluso podría marcar el principio de su fin. No obstante, la clave estará en sobre quién recaerían los costos políticos de su destrucción. Si las reformas se concretan y las expectativas de crecimiento se cumplen, la izquierda radical habría perdido su bandera más poderosa. En cambio, si se vuelve a caer en la parálisis y en el “reformismo express”, la imagen de gobierno exitoso que ha ido consolidando Peña en sus primeros meses en Los Pinos habrá sufrido un revés fundamental.
La dinámica política que enmarca el contexto dentro del cual se reformará al sector energético es clara. Lo que no parece claro es el hecho de que nuestros vecinos del norte están experimentando una revolución en materia energética que podría transformar a la economía no sólo de la región sino del mundo. Tres factores caracterizan esa revolución: primero, el hecho de que Estados Unidos se está convirtiendo en el mayor productor de gas y petróleo del mundo, al grado en que la autosuficiencia está a la vuelta de la esquina. Segundo, los precios del gas en ese país son ahora una fracción de los que caracterizan a sus competidores en el resto del mundo (menos de 3 dólares el BTU contra más de 20 en Europa o China). Y, tercero, los costos de la energía están llevando al renacimiento de la industria manufacturera en EUA. Cada uno de estos factores entraña un desafío dramático para México. Para comenzar, el petróleo que producen EUA y Canadá es mucho más ligero que el mexicano, lo que lo hace mucho más atractivo. En segundo término, nuestra ventaja en términos del costo de la mano de obra palidece frente a la diferencia de precios del gas. En una palabra, México podría quedarse con su petróleo y sin industria. Un escenario que sugiere que la urgencia por reformar al sector energético es infinitamente mayor de la que nuestros políticos entienden o que las circunstancias políticas permiten.
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