En Guerrero, el semáforo de la ingobernabilidad parece a punto de cambiar del amarillo al rojo. El presidente de la Cámara de Diputados, Francisco Arroyo Vieyra, declaró esta semana que la entidad está en vías de convertirse en un “estado fallido”. Con acciones erráticas, el gobernador perredista Ángel Aguirre no parece dispuesto a “tomar el toro por los cuernos”. No hay que olvidar que se trata del mismo funcionario que, como priista, fue designado gobernador sustituto tras la matanza de Aguas Blancas (1996), en suplencia del temible “Tigre de Huitzuco”, Raúl Figueroa Alcocer. Ciertamente, Aguas Blancas debe permanecer en la memoria del actual gobernador y seguramente él no es el único con esa clase de recuerdos. Hacia atrás en la historia tenemos Acteal (1997), la Chihuahua del fraude electoral (1985), la guerra sucia de los setenta, el jueves de Corpus (1971), Tlatelolco (1968) –el culmen del régimen autoritario—, entre muchos otros hechos de sangre y uso (percibido como desmedido) de la fuerza… como Atenco (2006). No es fácil exigir orden cuando la conciencia nacional carga con estas losas. Desde luego, nadie quiere hoy la represión brutal que se ejerció en algunas de esas pavorosas ocasiones. Pero lo que ya se clama con urgencia es que impere la ley, que rija el Estado de derecho. Eso es lo que intentó, exitosamente, el gobierno federal cuando envió a la policía a desmantelar un plantón en la carretera ciudad de México-Acapulco. La pregunta es si este tipo de acción fue el inicio de una nueva era o un momento excepcional.
Desde hace algunas semanas, varios estados del país se han convertido en escenarios de nuevos episodios de chantaje al Estado, por parte de grupos que defienden intereses rancios, a veces hasta ilegítimos. El detonante ha resultado ser la reforma educativa y Guerrero es donde se ha gestado el movimiento de más amplio alcance en su contra. No obstante, las demandas de los inconformes cada vez son menos claras, y poco a poco asoman rebasar el ámbito educativo, ya que las movilizaciones ya no incluyen sólo al magisterio en disidencia. Hoy resulta preocupante la imbricación en el movimiento de la Coordinadora de Autoridades Regionales (CRAC), que reúne a grupos armados de autodefensa y supuestas “policías comunitarias” guerrerenses. Se trata de un coctel explosivo que inevitablemente remite a la Oaxaca acosada por la APPO en 2006. El presidente Peña ha dicho que las reformas aprobadas no están condicionadas. Lo cierto es que, para ciertos grupos, las reformas pueden ser sólo un pretexto para la movilización.
La problemática del sur del país terminará plantándose de lleno en el Distrito Federal, donde el Congreso de la Unión definirá el futuro de la educación nacional. El Estado mexicano deberá defenderse, pues así protegerá la deliberación democrática. Y es que, a diferencia de la mayor parte del siglo XX, hoy México es un país democrático. Qué duda cabe que el Estado cuenta hoy con la legitimidad suficiente para defender con todo rigor las decisiones políticas fundamentales y los derechos de todos. Para ello se deberá utilizar la fuerza estrictamente necesaria, razonable y proporcional al grado e inmediatez de la amenaza que plantee cada caso, como lo ha entendido la jurisprudencia de las democracias occidentales. Es urgente un cambio cultural para que nuestros gobernantes apliquen la ley, para lo cual resultará clave que la fuerza nunca más se utilice con ferocidad sino con pericia técnica, y que los operativos que liberen el espacio público no sean razzias salvajes sino auténticas cirugías con anestesia. El Pacto por México contiene el acuerdo sobre la creación de una ley que establezca parámetros claros para el uso de la fuerza pública. No parece mala idea. Por lo pronto, ojalá que el PRI, de vuelta en el gobierno federal, haya aprendido las lecciones y actúe en este ámbito con inteligencia y responsabilidad política.
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