En México, reza el dicho, nada cambia hasta que cambia. Y cuando cambia, todos los parámetros previamente existentes dejan de ser válidos. Así ocurrió después de Iturbide y también con Porfirio Díaz, la Revolución y el maximato. Nada distinto ocurrió durante los setenta, periodo en el cual todo lo que funcionaba bien en el país fue destruido sin que se corrigiera ninguno de los males, tanto los del momento como los ancestrales.
Nadie, en su sano juicio, duda que la era más exitosa de la economía mexicana en tiempos recientes fue la de los cincuenta y sesenta, cuando se lograron tasas de crecimiento superiores al 7% en promedio con niveles irrisorios de inflación. Ese logro extraordinario, que hizo posible el nacimiento de una sólida clase media y la creación sistemática de empleos, fue destruido de un plumazo al inicio de los setenta por orden del mandamás del momento. Sólo hay que recordar cómo las trabas burocráticas se multiplicaron sin cesar, los monopolios existentes afianzaron su condición, los sindicatos corporativos cobraron vida propia y el país entró en una era de despotismo que sólo comenzó a erosionarse con la apertura económica de los 80 y la derrota del PRI en el 2000. Hoy atravesamos por una tesitura similar: o continuamos por el camino, así sea sinuoso, de una democracia desorganizada o retornamos al gobierno fuerte, centralizado y abusivo.
Nadie puede negar que nos encontramos ante un momento definitorio. En una era en que los disensos son la norma, todos los mexicanos coincidimos en una postura muy clara: el país tiene que cambiar. Donde no hay acuerdo es sobre la forma de cambiar. Algunos abogan por un proceso de transformación paulatina, dentro del marco legal vigente y aceptando los costos de un proceso de cambio dentro de la democracia. Otros plantean la necesidad de llevar a cabo ambiciosos cambios desde el poder y sin dejarse limitar por los mecanismos de un ineficiente y nada funcional sistema democrático.
Hay profundas diferencias también sobre la naturaleza de los cambios que son necesarios. Unos claman por llevar a cabo reformas, unas más ambiciosas que otras, orientadas a elevar la productividad de la economía para, por ese medio, lograr un nivel de competitividad tal que se traduzca en elevadas tasas de crecimiento económico y creación de empleos. Otros plantean el camino contrario: que es necesario retrotraernos a la era en que las cosas funcionaban bien con un gobierno que enfrentaba pocas limitaciones, lo que implicaría cancelar muchas de las estructuras de regulación económica y política que se han construido en las pasadas décadas y replantear todo el modelo de desarrollo en lo político y en lo económico.
En la práctica, los cinco candidatos presidenciales se podrían agrupar en dos propuestas contrastantes. Una que acepta la realidad como es y propone cambios a partir de lo existente y otra que rechaza las condiciones actuales y persigue su radical transformación. El candidato que por mucho tiempo lideró las preferencias, Andrés Manuel López Obrador, ha establecido los términos de esta contienda y ha sido muy claro en cuanto al tipo de gobierno y estrategia que encabezaría. Sus planteamientos tienen una racionalidad política muy clara y no engañan a nadie. Nos dice, con toda vehemencia, que su objetivo es cambiar las reglas del juego, modificar las relaciones entre los poderes públicos y entre el gobierno y la sociedad, centralizar el poder (eliminando o sometiendo a entidades intermedias, como los organismos de regulación económica, el banco central, etcétera) y modificar cabalmente el modelo económico actual. El discurso es claro, directo y no pretende engañar a nadie. De instrumentarse, el país entraría en otra etapa de su evolución tanto en términos de las relaciones de poder como de su desarrollo económico.
El primer paso en la estrategia consistiría en fortalecer el control presidencial sobre las estructuras de gasto del gobierno. Un ejercicio de esta naturaleza, (que, independientemente de la modalidad, es urgente bajo cualquier medida), implicaría el sometimiento de mafias dentro del gobierno y el ataque sistemático a la corrupción en entidades como PEMEX. El segundo paso consistiría en asegurar una mayoría funcional en el Congreso, proceso que seguramente se llevaría a cabo por medios igual nuevos que tradicionales: alianzas, maiceo e imposición. Una estrategia como ésta fue la que permitió a AMLO un control efectivo del gobierno del Distrito Federal y el sometimiento de la Asamblea Legislativa. Tampoco aquí habría sorpresa alguna.
Mucho más trascendente para la vida política y las libertades ciudadanas serían reformas constitucionales que podrían implantar las figuras del plebiscito y el referéndum como medios legítimos para llevar a cabo enmiendas a nuestra Carta Magna. Una acción en este sentido trastocaría los escasos y frágiles pesos y contrapesos que existen en el país al convertir los procesos de decisión en materia legislativa y constitucional en temas de presión política por vía de manifestaciones y plantones. En lugar de tener que pasar por toda la monserga que implica una enmienda constitucional en la actualidad (mayoría calificada en ambas cámaras y luego su ratificación por parte de una mayoría de las legislaturas estatales), el gobierno podría provocar cualquier cambio constitucional con el mero ejercicio de un referéndum, que convierte al asunto en fait accompli. En un cerrar y abrir de ojos, todos los mecanismos de control constitucional pasarían a ser irrelevantes. Como en los viejos tiempos, pero con métodos nuevos.
Muchos se quejan de la ausencia de propuestas en esta contienda electoral. La realidad es que no existe tal. Ciertamente, sería deseable que todos los candidatos se manifestaran sobre un mismo problema para poder dilucidar las diferencias de enfoque. Pero lo que estamos viviendo es una contienda en la que lo que se discute no son formas de resolver problemas o situaciones específicas, sino dos maneras contrastantes de entender la vida y la función del gobierno en el desarrollo de un país. Esos contrastes son claros, directos y transparentes. Nadie puede o debe ignorarlos porque representan dos formas distintas de enfrentar los retos que nos presenta la realidad actual y que determinarán nuestra capacidad para progresar en un mundo complejo, interconectado y competitivo. Los panistas solían emplear un dicho que es perfectamente aplicable a la contienda actual, pero al revés: que nadie se haga ilusiones para que no haya desilusionados.
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