Sólo una vez en mi vida tuve la oportunidad de conversar con Octavio Paz. La charla fue por teléfono y duró como 90 segundos. Yo trabajaba en un proyecto para editar un libro, donde autores de todo el mundo expresarían su rechazo contra la pena de muerte. Mi misión principal consistía en hacer una llamada telefónica para convencer al Nobel mexicano de participar en la iniciativa editorial. Paz contestó la bocina y procedí a explicar brevemente el propósito de mi llamada. Una vez que terminé mi exposición vino un largo silencio que sólo se interrumpía con el sonido de su respiración. Los segundos se sucedían lentísimos, hasta que Paz finalmente rompió la pausa con una pregunta: ¿Si usted hubiera podido matar a Hitler o a Stalin, lo hubiera hecho? -Híjole, no lo sé, atine a revirar. La verdad, yo tampoco -respondió el poeta-, así que me temo que no puedo ayudarlo. Fin de la conversación.
El diálogo fugaz me dejó una crisis existencial: Las razones éticas de quitarle la vida a los dos más grandes villanos del siglo pasado me resultaban evidentes. Si asesinar a estos dictadores era moralmente aceptable, entonces mi posición contra la pena de muerte no era tan sólida como yo mismo suponía.
En la galería del horror histórico, Saddam Hussein ocupa un lugar privilegiado. El ex tirano iraquí fue el primer líder político que ordenó un ataque con armas químicas contra su propia gente. En marzo de 1988, aviones del ejército iraquí dejaron caer bombas de gas letal sobre el poblado de Halabja, que provocaron la muerte casi instantánea de 7 mil personas. Esta matanza es sólo un renglón de su vasto currículum criminal. Ni siquiera el patíbulo resulta un castigo proporcional para semejante maldad.
Una de las razones que motivaron la malograda invasión a Iraq fue la idea de sembrar la semilla de la democracia en el mundo árabe. Más que el sufragio efectivo y las elecciones libres, la democracia es una manera de ponerle límites al poder de los gobernantes. Las riendas que frenan la autoridad del gobierno son las llaves que dan libertad a los individuos. Un Estado con poder ilimitado puede confiscar tu patrimonio, sancionar tu religión, escoger los libros que no debes leer y cambiar el orden de tu abecedario. El periodista Ryszard Kapuscinski recuerda el día en que su maestro de primaria, en su natal Polonia, le avisó que desde ese momento el alfabeto ya no empezaría con A sino con S, por ser la inicial con que comenzaba el nombre del camarada Stalin. En su versión más perversa, el Estado no sólo sanciona el orden de las letras sino el derecho mismo a la existencia. La pena de muerte es la licencia del Estado para quitarle a un ser humano su derecho más fundamental: vivir.
En los países árabes y en 38 estados de la Unión Americana, la pena capital es un castigo permitido por la ley. Un lugar como Texas nos recuerda que la democracia es compatible con la pena de muerte. Sin embargo, en la mayoría de las democracias de Asia, América y Europa la pena de muerte está prohibida. Los principios liberales no pueden coexistir bajo una autoridad con permiso para matar.
Dejar vivir a Saddam, a cambio de un implacable encierro de por vida, sería un mensaje contundente sobre los valores que defienden la mayor parte de las sociedades occidentales. Las imágenes sobre violaciones a los derechos humanos a presos encarcelados en Abu Ghraib y Guantánamo han provocado la indignación de millones en contra de Occidente. ¿Qué ganaría el mundo con la fotografía del genocida iraquí colgando de una soga? ¿Para qué convertir a un monstruo en un mártir?
Quince años después de colgar el teléfono, creo que tengo una respuesta más clara al dilema de Octavio Paz. Si enviar a la horca a Saddam Hussein fuera útil para prevenir una futura masacre o una guerra su eliminación física sería necesaria. Sin embargo, desde el encierro, el ex dictador iraquí ya no tiene poder para provocar mayor sufrimiento. La ejecución de Hussein no brinda serenidad a un país que se aproxima a la guerra civil. Durante décadas, Iraq fue gobernado por un hombre que no tenía ninguna consideración por la vida de sus semejantes. La ejecución de Hussein sólo refrendará ese desdén por la existencia humana.
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