A raíz del debate sobre los contenidos de las leyes secundarias de la reforma educativa, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ha sido protagonista de una serie de manifestaciones, plantones y altercados en la capital del país. Estos acontecimientos, originados en protesta por las leyes reglamentarias de la reforma educativa, pueden servir como un primer vaticinio de lo que podría ser un escenario similar en las próximas semanas que se discutan las reformas energética y hacendaria. En este sentido, cabe preguntarse: ¿tendrán las manifestaciones algún peso en inhibir la toma de decisiones? Y por inhibir se entiende “congelar” por completo algún proyecto legislativo –no sólo posponerlo para después retomarlo y, de todos modos, aprobarlo—o cancelar un proceso o acto de gobierno (como una sesión del Congreso o un discurso presidencial).
La ironía de la pregunta no debe perderse de vista: por primera vez en casi dos décadas, no se pone en duda la capacidad de operación del gobierno para aprobar una iniciativa en el proceso legislativo; lo que se pone en duda es su viabilidad política del proceso en las calles. Es decir, se trata de una nueva dimensión del problema político del país para el cual el gobierno claramente no estaba preparado, al punto incluso de no contemplar el riesgo de que se empalmaran dos (o tres) procesos de discusión distintos. Además, todo esto tiene lugar justamente cuando los resultados de la gestión económica no son buenos y en la semana del Informe Presidencial.
Vale la pena hacer un paréntesis y ser enfáticos en el carácter violento de las manifestaciones, ya que no es necesaria la existencia de actos vandálicos para considerarlas como tal. El simple hecho de afectar a terceros no involucrados de manera directa con el conflicto las coloca en esa categoría. Es como un empleado golpeando a sus compañeros de trabajo para exigirle a su patrón aumentarle el salario, al tiempo que le explica a sus colegas que lo hace por el bien de todos. Todo ello es independiente a la posible legitimidad o no de sus demandas. Por otra parte, es indudable que la estrategia de movilización magisterial –la cual ha operado con una demostrada capacidad de activarse y desplazarse con rapidez a cualquier zona del Distrito Federal para desquiciarla—ha viciado las actividades políticas y legislativas, sacando dictámenes de la agenda del periodo extraordinario de sesiones del Congreso, obligando al Poder Legislativo federal a laborar en sedes alternas e, incluso, orillando a la Presidencia de la República a titubear respecto a dónde presentará su mensaje con motivo de su Primer Informe de Gobierno el próximo 1 de septiembre. Ahora bien, aunque el titular del Ejecutivo no está obligado por ley a dar un discurso público, ni tampoco a comparecer ante diputados y senadores –gracias a la reforma al artículo 69 constitucional, promovida por Felipe Calderón—, no es una buena señal tener ni al presidente, ni a los diputados y senadores, como actores itinerantes literalmente huyendo de una muchedumbre violenta.
Por lo pronto, la reforma energética estará discutiéndose a partir de la primera semana de septiembre en el Senado, mientras que la presentación ante la Cámara de Diputados del paquete económico 2014 –donde podría estar incluida la reforma hacendaria—está anunciada para el 8 de septiembre. Así las cosas, ambas piezas legislativas se estarían discutiendo en paralelo, lo cual tendrá sus ventajas y desventajas en términos del efecto de posibles movilizaciones de inconformes. La combinación de apertura petrolera y un eventual aumento de impuestos pueden servir como argumentos de discursos persuasivos que propicien un contexto de encono social. Ubicados en un escenario así, resulta lógico referirse a experiencias recientes como la brasileña donde la presión de las calles fue capaz de echar para atrás decisiones de gobierno ya tomadas, aunque es claro que la naturaleza de los manifestantes, al menos hasta ahora, es muy distinta: aquí se trata de un grupo de presión actuando en función de sus intereses directos, allá de una masa humana que nació de un profundo resentimiento popular y sin liderazgo previo.
Mucho está en juego en las reformas que vienen, por lo que sería un grave error soslayar el impacto que el comportamiento de las calles puede tener en la discusión. Depende de que el gobierno sea capaz de prever los distintos escenarios y reducir las posibilidades de que se produzca el peor de ellos. La gobernabilidad es el requisito indispensable, no sólo para aprobar y, sobre todo, implementar cualquier reforma, sino también para que la autoridad se erija como tal. Sin embargo, las manifestaciones de maestros han logrado ponerla en duda.
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