Hablando de la “viveza criolla”, Jorge Luis Borges criticaba ese “espíritu de legalidad burlada o ilegalidad acomodada” que caracteriza a nuestra cultura. Ser “vivo”, decía el escritor argentino, no implicaba dejar de ser ignorante. Esta observación me vino a la mente al leer y escuchar comentarios y opiniones que vierten políticos e intelectuales sobre la problemática que enfrenta el país en términos de gobernabilidad y capacidad para lidiar con la crisis e impulsar el crecimiento económico. Lo notable de la arena pública actual es el empeño por resolver el problema equivocado.
En el ámbito político el diagnóstico universal parece ser que no existe la capacidad para construir mayorías legislativas que permitan gobernar. En esta lógica, el país ha estado a la deriva a partir de 1997 cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, porque el partido del presidente no tiene una mayoría confiable en el congreso. La conclusión inexorable de este análisis acaba siendo obvia: la única manera de resolver los problemas del país es creando mecanismos que garanticen la existencia de mayorías legislativas. Suena bonito y lógico pero, a juzgar por la evidencia, eso no es lo que la población quiere, además de que no resuelve el problema de fondo: aún con mayorías, los gobiernos de antes no estaban funcionando.
Las propuestas de solución al problema identificado se resumen, de manera gruesa, en tres grandes rubros: a) redefinir el sistema de partidos para reducir su número, idealmente a dos (cambiando el sistema o adoptando una segunda vuelta electoral); b) abandonar el sistema presidencialista a favor del parlamentarismo que, por definición, le confiere el control al partido que logra una coalición gobernante; y c) construir un mecanismo un tanto artificial, como el de jefe de gabinete o primer ministro, que logre control del legislativo y se constituya en una fuente alterna y paralela de poder frente a la presidencia.
Las tres soluciones conceptuales tienen mérito y responden al problema real de la incapacidad de gobernar al país. El problema es que se trata de vehículos que pretenden, como en 1929 cuando se crea el PNR, antecesor del PRI, resolver el problema de los políticos y del poder, no el de la población y la legitimidad en la toma de decisiones.
Hay dos hechos evidentes en la actualidad. Uno es que enfrentamos un obvio problema de gobernabilidad. Los poderes públicos desperdician más tiempo en intentar entenderse (infructuosamente) entre sí que en decidir cosas relevantes y actuar en consecuencia. Esta parálisis ha dado lugar al nacimiento de propuestas, explícitas o implícitas, de que lo que se requiere es políticos hábiles que, de manera institucional o extra institucional, impongan decisiones y permitan retornar a la senda del crecimiento. En otras palabras, que lo que se requiere es retornar a una era similar a la del PRI en que el presidente podía imponer su voluntad. En esta ocasión podría ser el presidente o quien ostentara el liderazgo legislativo, pero el principio es el mismo y la hipótesis obvia: los mexicanos somos incapaces de gobernarnos por lo que se requiere de un líder fuerte que decida y se imponga. Varios de los aspirantes a ejercer el poder enarbolan esta postura: igual quienes pregonan la urgencia de que el presidente ejerza poderes meta constitucionales, que quienes proponen nuevas estructuras para hacer lo mismo pero desde el poder legislativo.
El otro hecho incontrovertible es que la población ha votado de manera sistemática porque no haya una mayoría legislativa en manos del partido en la presidencia. Hay muchas hipótesis que podrían explicar este fenómeno, pero el hecho es indisputable. A partir de las reformas electorales de los 90, que se materializaron en 1997, el partido del presidente no ha logrado una mayoría legislativa. Una explicación estructural es que la combinación de un sistema presidencialista con uno multipartidista arroja un desempate permanente porque hace altamente improbable que un partido logre la mayoría. Otras explicaciones son menos técnicas pero igualmente relevantes: sobre todo en lo relativo a las elecciones intermedias, la contienda es de naturaleza territorial y eso le confiere enormes ventajas a los partidos que tienen un fuerte arraigo histórico a nivel local, estatal o regional, no a quien ostenta la presidencia.
Sea cual fuere la explicación correcta, de lo que no hay duda es que la población prefiere que no exista una mayoría legislativa en manos del presidente. La pregunta es por qué. Digan lo que digan los políticos, la gente no quiere un régimen parlamentario o semi parlamentario, así fuera mucho más eficiente. Desde la perspectiva del ciudadano común y corriente, el mayor riesgo es precisamente cuando un “hombre fuerte” (sea el presidente o el líder legislativo) pretende imponer su voluntad porque entonces desaparece todo contrapeso. Ese rechazo al riesgo inherente que entraña un poder excesivo en manos de una persona es lo que derrotó a López Obrador en 2006 y, en general, lo que hizo perder al PRI en 2000. La población claramente prefiere el statu quo, así implique éste un desempeño económico muy por debajo de lo deseable o del potencial real de la economía, que el riesgo de una crisis tras otra.
El verdadero problema político del país no consiste en la ausencia de mayorías o de capacidad de decisión y gobierno sino en la ausencia de mecanismos institucionales que permitan gobernar sin excesos. Es decir, el país tiene que resolver dos problemas de manera simultánea: uno es el de poder tomar decisiones y el otro es que esas decisiones no dañen a la población. En un país con instituciones tan débiles como el nuestro, esta combinación de factores es muy difícil de lograr y quizá eso explique mejor que cualquier otra cosa el estancamiento que vivimos: mientras no exista una certeza razonable de que el gobernante está impedido de abusar, la población siempre va a preferir la parálisis porque la alternativa –el caos- es demasiado costosa como se pudo ver, de manera sistemática, en las crisis de los setenta a los noventa. El mexicano no quiere un líder iluminado; lo que quiere es un gobierno que funcione para su beneficio.
El filósofo Karl Popper planteó que el problema verdadero consiste en construir un sistema que permita controlar o deshacerse de los malos gobernantes sin violencia. En México parece que hemos logrado que no lleguen esos gobernantes, pero no hemos logrado que exista un gobierno que funcione. El problema real no es de mayorías o de parlamentarismo, sino de pesos y contrapesos que sirvan para evitar excesos, no para paralizar al país.
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