Tras siete años desde aquel infame montaje televisivo protagonizado por la hoy extinta Agencia Federal de Investigaciones (AFI), el caso Florence Cassez ha finalizado. La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia resolvió la liberación inmediata de la francesa. En resumen, se argumentó que las violaciones procesales generaron un “efecto corruptor”, lo cual impide resolver con fiabilidad el caso. La reposición del proceso se descartó, pues sería inútil por estar viciado de inicio. La decisión, como era previsible, ha provocado opiniones divergentes. De cualquier forma, el fallo es inapelable. Ahora queda reflexionar sobre sus posibles implicaciones.
Al resolver casos polémicos resulta imposible satisfacer a la opinión pública (y nunca debería ser el objetivo). Sin embargo, este caso en particular ha impactado de forma negativa en la imagen del Poder Judicial (de acuerdo con información de Reforma, 8 de cada 10 mexicanos reprueban la decisión del máximo tribunal). Quienes la critican, ven en el sentido del fallo mayor peso de factores políticos que jurídicos. La Corte debe considerar socializar los beneficios de la defensa de los derechos procesales; ello podría atenuar los efectos negativos en la percepción ciudadana. Es necesario plantear a la ciudadanía que las consecuencias de la sentencia iban más allá del caso en sí. Dos nociones de la administración de justicia estaban en juego: una que obliga a la autoridad a ceñir su actuar a los límites impuestos por la ley y otra que le permite salirse de las reglas del juego bajo el argumento de que el fin justifica los medios.
La sentencia de la Corte reafirmó que las tareas policiacas están obligadas a sujetarse al estricto marco de la legalidad. De no hacerlo así, quienes fungen como obstructores de la justicia son las mismas instituciones encargadas de perseguir delitos (lo que ocurrió en el caso Cassez). La premisa que sostiene el razonamiento de la Corte es simple: la justicia va por el camino de la legalidad o no va. Imponer límites a la función policiaca no debe interpretarse como una obstrucción al combate a la delincuencia, sino como una forma de protegernos a todos de posibles arbitrariedades. La diferencia de enfoque no es menor. Ahora el objetivo debe ser que la tendencia introducida por la Corte logre permear todos los niveles del sistema judicial. ¿Estarán preparados los jueces de primera instancia para aplicar los mismos criterios de la Corte ante una violación similar? Lo que es cierto es que no todos los asuntos pueden (ni deben) llegar al máximo tribunal para su resolución, pero sí todos deben resolverse bajo los mismos parámetros.
Queda para la anécdota especular sobre el posible escenario si Calderón hubiera accedido a trasladar a Cassez rumbo a Francia bajo la Convención de Estrasburgo. A la luz de los acontecimientos recientes, es probable que más de un funcionario de la administración pasada hubiera preferido transferir el paquete a los franceses y evitar ser exhibido como artífice de las peores prácticas policiacas. Tras el fallo, lo consecuente sería que se iniciara una investigación para determinar a todos los responsables de las violaciones procesales. Al final, sus graves errores impidieron conocer la verdad del asunto. Resulta un tanto irónico que el inicio de la investigación dependa de la nueva Procuraduría, pero en caso de decidir hacerlo, ello implicaría un duro golpe al sexenio calderonista. Casos como el de Cassez no abonan a fortalecer la confianza de la ciudadanía en las instituciones pues evidencian lo endémico de los abusos policiacos en México. Además demuestran que seguimos bajo la misma disyuntiva de siempre: obligados a elegir entre un inocente en la cárcel o un culpable libre. El problema es que este dilema ni siquiera debería plantearse, a lo que se debe aspirar es a tener a cada uno en su lugar.
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