Después del presupuesto

SCJN

La buena noticia del más reciente proceso de aprobación presupuestal fue que los miembros del poder legislativo reconocieron la necesidad de incrementar la recaudación de impuestos, manteniendo un límite relativamente modesto de endeudamiento y de déficit fiscal. En un entorno caracterizado por interminables demandas de gasto y transferencias, subsidios y favores, la actitud de los legisladores en esta materia es absolutamente loable. La mala noticia es que el presupuesto de ingreso y gasto que aprobaron es una poción casi letal que mezcla todo tipo de impuestos y sobretasas con exenciones inexplicables, subsidios absurdos y transferencias que no entrañan rendición alguna de cuentas. Esta situación es producto de una estructura institucional que funcionó bien dentro del viejo sistema político, pero que en la actualidad impide que el país prospere. Los incentivos que existen son propicios a la irresponsabilidad y no permiten que se tomen buenas decisiones ni que se protejan los actores políticos fundamentales. Y todo esto está teniendo lugar en un momento particularmente difícil para diversas economías alrededor del mundo.

A pesar de que todavía no son patentes todas las consecuencias del paquete económico que aprobó el poder legislativo al final del año pasado (de hecho, al inicio del actual), una cosa sí es evidente: el proceso de decisión e interacción entre los poderes ejecutivo y legislativo ya dio de sí. La estructura institucional vigente funcionó muy bien por muchas décadas porque había sido diseñada para empatar la realidad de un poder ejecutivo sobredimensionado y un poder legislativo enclenque. A la luz de esta circunstancia, lo sorprendente sería que el proceso de toma de decisiones siguiera siendo funcional. Ahora que ambos poderes han cambiado de raíz, es imperativo comenzar a replantear las reglas bajo las que opera el poder legislativo a fin de que encuentre un nuevo equilibrio respecto al ejecutivo que no sólo le restituya el poder del que adoleció por tanto tiempo (y que ha utilizado con creces a lo largo de los últimos meses), sino también que le exija responsabilidad ante la ciudadanía.

El bodrio presupuestal que emanó de la última sesión del congreso va a dar mucho de qué hablar, no sólo por la ausencia total de una estrategia presupuestal, sino también por la posibilidad de que los legisladores se hayan extralimitado en sus facultades y atribuciones constitucionales. Pero quizá lo más importante es que el proceso de discusión y aprobación presupuestal ha hecho crisis y los procedimientos que actualmente están vigentes para darle forma y aprobarlo no son ni apropiados ni funcionales. La pregunta es si existe el reconocimiento de que nos encontramos ante una situación por demás delicada, sobre todo a la luz de la situación económica por la que atraviesan otras naciones, particularmente Argentina.

Enfrentando una situación similar, el presidente ruso Vladimir Putin se dirigió a la Duma, el parlamento ruso, con el siguiente planteamiento: “Por una década, hemos intentado todas las malas ideas: desde el cese de pagos sobre nuestra deuda, hasta una devaluación y una terapia de shock en la economía. Después de todo ello, ya no hay ninguna otra opción: tenemos que aprobar una reforma legislativa real a fin de que obtengamos inversiones que permitan construir una economía moderna. En este mundo no es posible funcionar sin una base económica sólida, lo que nos obliga a ponernos a trabajar sobre lo fundamental y olvidarnos de todas esas grandes ideas que no funcionan”. Exactamente lo mismo tienen que reconocer los miembros de nuestro poder legislativo.

Luego de meses de debate politizado e inconsecuente, los miembros del poder legislativo acabaron por aprobar un presupuesto incongruente e inadecuado. A menos que la Suprema Corte de Justicia decida que hubo inconstitucionalidad en el proceder de los legisladores, éstos podrán afirmar que cumplieron con su cometido de aprobar el presupuesto, incluso por unanimidad. Sin embargo, a pesar de que los legisladores cumplieron en tiempo y forma, la sustancia de lo aprobado no contribuye a resolver la problemática nacional. Esto es algo de lo que no se pueden jactar nuestros dilectos legisladores.

Pero culpar a los legisladores no lleva a ninguna parte. Muchos de ellos, probablemente la mayoría, son personas absolutamente responsables que reconocen la urgencia de atender los temas de fondo que han quedado rezagados por décadas. Sin embargo, una vez que se encuentran interactuando dentro del poder legislativo, su capacidad de acción disminuye tanto que acaba por ser inconsecuente. O, peor, acaba siendo contraproducente. Ese es el punto que es imperativo atender.

¿Qué es lo que hace que un diputado sea una persona responsable pero un legislador irresponsable? La diferencia reside esencialmente en los incentivos que animan su desempeño. Como personas, sin las ataduras que vienen con su fuente de empleo, la mayor parte de los miembros del poder legislativo reconoce que es fundamental atender los problemas de fondo del país; sin embargo, eso no es lo que emana de su acción en conjunto. Ya como diputados y senadores, estas personas quedan sometidas a un conjunto interminable de presiones que van desde sus preocupaciones y expectativas respecto a su siguiente chamba (y los ingresos esperados) hasta sus relaciones con el liderazgo de su bancada en el seno del congreso y con el de su partido. Luego vienen las presiones que ejercen los gobernadores de sus respectivos estados, las de los miembros del gabinete interesados en los temas de su incumbencia y las del propio presidente de la República. Para acabar el cuadro, el nuevo balance entre los poderes ha hecho que se transfieran muchas de las presiones que antes ejercían los intereses privados sobre el ejecutivo hacia el poder legislativo. Se trata de un verdadero marasmo de intereses el que circunda a los legisladores.

Las fuentes de presión siempre han estado presentes: a final de cuentas, esa es la naturaleza de la función pública. Lo que ha cambiado en forma radical es la capacidad de movimiento de los propios legisladores. Al menos por lo que toca al PRI, que por décadas dominó al congreso, la última palabra la tenía casi siempre el líder del partido, que también era el presidente de la República. Eso permitía que el proceso legislativo funcionara sin demasiadas dificultades: los legisladores no votaban a ciegas las preferencias presidenciales, sino que negociaban, de manera explícita o implícita, sus propios intereses. De esta manera, cuando un legislador votaba algo significativo, lo hacía bajo el entendido de que habría una compensación por parte del ejecutivo en la forma de una chamba futura, acceso a los privilegios de que disfrutaba la llamada “clase política” o algo semejante. Esos entendidos permitían que el sistema funcionara con una precisión (casi) de relojería. Lo anterior no implica que se tomaran buenas decisiones, pues la evidencia muestra que con gran frecuencia ocurría exactamente lo contrario, pero sí que la interacción entre los dos poderes funcionara de manera eficiente. Lo que tenemos que lograr es que se reconstruya esa eficacia en el funcionamiento del sistema, sin dar lugar a la irresponsabilidad que iba implícita en muchas de las iniciativas del ejecutivo que los legisladores acababan aprobando para satisfacer a su jefe real.

Lo paradójico del momento actual es que, a pesar de toda la presión y los intereses que circunda a los legisladores, éstos acabaron teniendo poco efecto a la hora de decidir. Desde luego hubo excepciones a esta situación, sobre todo en materia telefónica. Pero la evidencia muestra que en el proceso presupuestal reciente dominaron los intereses partidistas y las preferencias ideológicas individuales, más que cualquier otra cosa. Y peor: como ningún partido puede aprobar iniciativas de ley por sí mismo, el proceso de aprobación presupuestal se convirtió en una arena para la confrontación (y finalmente negociación) de las preferencias ideológicas y políticas de los diversos partidos políticos, y en esta ocasión particularmente entre el PAN y el PRD. Al margen quedaron las necesidades del país y las preferencias ciudadanas. Se trata, pues, de una dinámica verdaderamente aterradora.

Sin duda, el país puede vivir con lo que emanó del Congreso. Pero es imperativo entender que las tendencias que de ahí surgen representan una luz de color ámbar. Las crecientes transferencias de fondos a los estados no son malas por sí mismas; pero son terriblemente peligrosas si se siguen realizando sin rendición de cuentas y garantías respecto al uso y rentabilidad de los recursos.

Al igual que con el presidente Putin, es tiempo de que los políticos mexicanos reconozcan que ya no es posible seguir probando ideas que no funcionan en ninguna parte del mundo. Si queremos imitar a algún país, debemos voltear la mirada hacia las naciones más ricas del planeta y no a las más pobres. Unas y otras deben su condición a las decisiones que sus políticos toman en materia de desarrollo. Con excepción de algunos cuantos legisladores que piensan que lo único importante es obstruir al poder ejecutivo, la mayoría de los mexicanos, incluidos los políticos, reconoce que es tiempo de crear un nuevo orden institucional que empate las nuevas realidades políticas (sobre todo el hecho de que ya no hay una conexión entre el Presidente y un partido como el PRI en el poder) con la necesidad imperativa de hacer efectiva la rendición de cuentas.

Es decir, es urgente que se reconozca, en la práctica, que el tiempo de un partido hegemónico en el poder se acabó y que igual tiene que concluir la lujuria legislativa que pone en entredicho el desarrollo del país. Pasado (y desperdiciado) el tiempo y la oportunidad de un presupuesto más acorde con las necesidades de desarrollo del país, es crucial atender las causas del desencuentro e ineficacia y actuar sobre ellas. La duda es si es demasiado pedir a un congreso enamorado de sí mismo, sin que su desempeño así lo justifique.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.