La actuación del Ejército está nuevamente en el centro del debate. Dos civiles murieron en circunstancias que en el mejor de los casos resultan muy preocupantes, y en el peor, podrían caracterizarse como asesinato. Esta vez, como en el caso de los estudiantes del Tecnológico de Monterrey y el de Bryan y Martín en Tamaulipas, el Presidente de la República y su gabinete han sido vehementes en su defensa de la actuación del Ejército. En esta ocasión hay un nuevo ángulo además: un intento de justificar la muerte de civiles aludiendo a la incapacidad de éstos para sujetarse a las reglas que marca la situación de emergencia no declarada que se vive.
Estos eventos alimentan, de manera natural, el debate sobre la necesidad de modificar el fuero militar. Sin embargo esta circunstancia es engañosa. En realidad, la responsabilidad última por las acciones de los militares y, en general, las fuerzas federales que combaten en el terreno recae en las directrices que reciben. ¿Cuáles son las reglas de combate a las que deben apegarse los soldados? ¿Hasta qué punto creen los mandos y el Ejecutivo Federal que la situación que se vive amerita medidas extraordinarias y violaciones cada vez más frecuentes a las garantías fundamentales? ¿Existe la voluntad para castigar excesos individuales aunque se corra el riesgo de desmoralizar a una tropa sobreextendida y agotada?
Ahora que el Presidente Calderón ha declarado que el Ejército permanecerá en el combate al crimen organizado hasta el final de su sexenio, éstas preguntas se vuelven cada vez más urgentes. Nadie quiere pensar que el dilema que se presenta es el de sacrificar libertades básicas a cambio de seguridad, ya que este es un terreno que lleva a que el Estado pierda su legitimidad. Pero si ese no es el caso, el Ejecutivo Federal deberá elaborar mejores respuestas que las que está dando.
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