Prudencia es el nombre de la estrategia seguida por el gobierno federal a lo largo de las semanas que lleva el plantón. La prudencia ha surtido su efecto, si bien no ha dejado satisfechas a las personas directamente afectadas ni a las que requieren cruzar la ciudad y se encuentra con impedimentos todavía más formidables a los acostumbrados. Las encuestas muestran que la población preferiría que el gobierno actuara con la fuerza pública, pero su prioridad número uno es evitar cualquier incidente violento. El nivel de tolerancia para la violencia policiaca en el país es ínfimo, lo que se acentúa por la ausencia de policías competentes, entrenados y disciplinados. Por todas estas razones, la manera en que el gobierno federal ha encarado el desafío que representa el plantón ha sido exitosa. Pero esa estrategia no es sostenible para el desfile del 16 de septiembre. Ahí las circunstancias cambian de manera radical.
Más allá de las incomodidades y costos que origina, el plantón constituye un desafío a la vida institucional del país. Por supuesto, quienes organizan, participan y soportan el plantón consideran que su actuar es democrático y legítimo. Resulta claro que en el país coexisten perspectivas e interpretaciones radicalmente opuestas sobre lo que constituye una base sostenible de desarrollo económico y político, pero también visiones contrastantes sobre temas elementales como la importancia de las instituciones y la solución institucional de los diferendos. Es decir, no sólo es un conflicto suscitado por el resultado de una elección; es un conflicto anclado en la existencia de profundas diferencias conceptuales sobre temas básicos para la convivencia colectiva.
Décadas de un sistema educativo orientado al control político y de la influencia de educadores que de entrada consideran que el desafío a la ley, el bloqueo de las vías públicas y la protesta violenta son métodos legítimos de lucha política, nos han llevado al momento que estamos viviendo. No menos importante es el legado de la vieja política mexicana que, sobre todo después del 68, privilegió lo informal y lo ilegal, sobre lo institucional. Es decir, estamos cosechando lo que el viejo sistema político sembró y que el gobierno actual no modificó. No nos sorprendamos ahora por el desprecio a la ley y las instituciones de las que hacen gala los inconformes, ni las premisas de las que parten. Para ellos la ley sirve a los poderosos, las instituciones son represoras y el fraude es flagrante. Paso seguido, un presidente puede ser aclamado y ungido en la plaza pública sin más.
Hasta ahora, la estrategia del gobierno federal ha rendido frutos. Algunas de las fechas complicadas del mes de septiembre son salvables con la misma prudencia y disposición con que se ha venido encarando la rijosidad de los protestantes. Pero eso no es cierto para el festejo de la Independencia, pues ahí los actores son otros. La presencia del ejército y la tradición del desfile cambian la ecuación. Es posible que los participantes en el plantón vean en el desfile militar la oportunidad para salir del callejón sin salida al que llegaron con una estrategia que, si bien tenía un inicio obvio, no tiene un final definido. Pero es igualmente posible que traten de desafiar al ejército, negociar cambios de ruta o buscar soluciones intermedias (por ejemplo, liberar un carril de Reforma y no toda la avenida). Sin embargo, es dudoso que cualquiera de esas “soluciones” fuera satisfactoria para un cuerpo que se precia de su disciplina y objetivos precisos y no de las medias tintas.
Lo que los políticos –y la población– han tolerado en estas semanas es probable que no sea tolerable para los militares. Visto así, los riesgos inherentes a una confrontación son enormes y todos los actores deben contemplarlos con claridad. Una cosa es que algunos políticos perciban como aceptable y legítima la protesta callejera, los plantones, el cierre de vías de comunicación (actos que pueden tipificarse como delitos penales) y se hagan de la vista gorda ante la presencia de elementos no institucionales y proclives a la violencia entre el grupo inconforme, y otra cosa es que la sociedad acepte y tolere la posibilidad de una confrontación entre el ejército y los rijosos. Si a lo anterior se agrega que hay elementos radicales dentro de estos grupos que esperan una oportunidad (un muerto por ejemplo) para justificar su movimiento, en las próximas semanas podríamos ver el fin de casi cuatro décadas de esfuerzos por sumar a la izquierda en los procesos institucionales, de los frutos de las sucesivas reformas políticas y de una exitosa candidatura para la presidencia.
La lógica del movimiento de protesta es muy clara. Por una parte, es evidente que se ha reconocido, pero no aceptado, que AMLO perdió la elección. Por otro lado, es igualmente evidente que el movimiento ha adquirido una dinámica cuyo objetivo es amenazar con la violencia para intimidar al gobierno (saliente y entrante) y eventualmente tumbarlo o, en su defecto, acumular suficientes fichas para negociar una salida. Es decir, aunque la retórica sigue siendo electoral, el movimiento ha avanzado en dos direcciones paralelas: una maximalista de presión sobre las instituciones, comenzando por el Trife en el momento actual y sobre la presidencia en la siguiente etapa; y otra para ir construyendo una salida que implique, por lo menos, la remoción de cualquier cargo penal sobre sus integrantes.
En otras palabras, más allá de la presión que el movimiento ejerce sobre el Tribunal Electoral y del ruido que pudiese causar en las próximas fechas cívicas, la verdadera lucha se enfila hacia el próximo gobierno. El próximo gobierno tendrá que enfrentar el reto con una gran capacidad para sumar, tender puentes y abrir espacios de diálogo, a la vez que despliega habilidad para resolver los impedimentos al crecimiento de la economía que tanto daño nos han causado.
Lo ideal sería que de ambas partes, gobierno y movimiento, surgieran voces, en público y/o en privado, que comenzaran a reducir la brecha. Si algo ha demostrado este periodo postelectoral es que el desafío es mucho más profundo, urgente y grave de lo aparente. Más importante, ese desafío no se relaciona con el movimiento mismo o con su fanatismo y estalinismo, sino con la enorme brecha de percepciones y concepciones que evidenció. En tanto no se cierre esa brecha, el jaloneo será permanente. Al mismo tiempo, un sólido avance en materia política, educativa y económica podría transformar la película de hoy en una oportunidad para construir algo mucho mejor que lo que jamás cualquiera antes imaginó..
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