El cinismo como estrategia

“Cuando la gente deja de confiar en las instituciones o deja de sostener con firmeza valores universales, se vuelve fácil que acepte teorías conspirativas”. Ese, dice Peter Pomerantsev* es el objetivo ulterior de la estrategia de propaganda y control del Kremlin: generar cinismo entre la población para que acepte el mando del gobierno. El cinismo acaba siendo un instrumento de control político.

En México el cinismo de la población es histórico. Aunque el reino del viejo sistema no tuvo la perversidad del soviético, los chistes y, en general, el cinismo, fueron mecanismos de defensa que la sociedad desarrolló frente al mal desempeño de la economía, la corrupción gubernamental y el abuso. Sin embargo, siempre ha habido un resquicio de inspiración soviética en el manejo de la información, que lleva a que florezcan las explicaciones conspirativas. Es fascinante observar la contradicción inherente a las protestas -antes y ahora- contra el presidencialismo: cómo las mismas organizaciones civiles que más presumen su autonomía acaban demandándole al presidente que haga, responda y resuelva.

Una de las grandes cualidades del viejo sistema político mexicano consistió en el equilibrio que generalmente se mantuvo entre el control y la libertad. Aunque sin duda se trataba de un sistema cargado hacia el control con el recurso eventual a medios autoritarios, los espacios de libertad personal también eran significativos. El contraste con las dictaduras militares y las sociedades totalitarias era brutal: no por casualidad siempre se habló del sistema (e infinidad de académicos así lo caracterizaron) como relativamente único o excepcional. Su gran defecto fue la ausencia de mecanismos de ajuste que permitiesen la flexibilidad necesaria para irse adaptando a tiempos cambiantes. Esa falta de capacidad de ajuste explica en buena medida la complejidad del momento que hoy vivimos.

Los sistemas totalitarios generaban lealtades producto del miedo, pero nunca repararon en el hecho que, al intentar controlarlo todo -todos los aspectos de la sociedad y la vida cotidiana-, esos mismos regímenes hicieron posible que cualquier cosa se convirtiera en una fuente de disenso. Vaclav Havel, el intelectual disidente y posterior presidente checo, convocó a la población a aprovechar ese ánimo de control y voltearlo: si el gobierno quería monopolizar toda la vida de la ciudadanía, ésta debía simplemente vivir “la verdad”, ignorando las verdades oficiales.

Uno de los objetivos de la KGB, la organización de inteligencia y represión, consistía en manipular la información, la vida cotidiana y la economía: las cosas no podían “simplemente suceder”; tenían que ser producto de una decisión superior dedicada a manipular el devenir diario. Los mercados no podían ser libres; tenían que ser administrados. Las elecciones no podían ser impredecibles: tenían que ser decididas de antemano. Todo lo que no se controla es hostil. Con esa lógica, el gobierno ruso y sus satélites mantuvieron a la población a raya por décadas.

El sistema político mexicano aprendió mucho de aquellas prácticas y las superó en infinidad de casos, comenzando por uno muy simple: nunca cayó en la pretensión de controlarlo todo. Un día, luego de publicar un artículo que había molestado a un funcionario, me llamó el entonces secretario de gobernación. Como si fuésemos grandes amigos, me dijo como si fuera consejo, “en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco”. La amenaza era clara, pero no equivalente al Gulag.

Lo que el sistema no aprendió fue a adaptarse: si bien logró contener movimientos disidentes cuando surgieron candidatos independientes en los cuarenta y cincuenta, la represión del movimiento estudiantil de 1968 marcó un fin y un principio. En lugar de capotear el temporal, el gobierno del momento lo interpretó como un desafío a su esencia y existencia y actuó en consecuencia. Cincuenta años después seguimos viviendo las consecuencias: no sólo se abandonó la razón de ser de cualquier gobierno, que es la de mantener el orden y la seguridad, sino que desapareció todo vestigio de civilidad.

¿Se podrá romper el círculo vicioso? La forma en que se han resuelto diversos aprietos en los últimos tiempos sugiere que es difícil. Vista en retrospectiva, la gran reforma electoral, la de 1996, acabó siendo un mecanismo de cooptación: en realidad no se abrió el sistema a la competencia sino que se incorporó a dos partidos adicionales al sistema de privilegios. En el congreso hoy hay enorme diversidad de representación, pero existe una multiplicidad de anécdotas que sugieren que el mecanismo de control y aprobación de legislación es el más viejo del mundo: el dinero bajo la mesa. Quizá por encima y con tarifas. Algunas decisiones de nombramientos han sido forzadas por la amenaza de movimientos y paros. O sea, por la fuerza.

Me parece que hay dos formas de romper el entuerto: una sería producto de un liderazgo que comprende los riesgos involucrados de seguir por la senda actual. La otra requeriría que las organizaciones de la sociedad civil maduren y desarrollen estrategias y coaliciones dedicadas a forzar el desarrollo de pesos y contrapesos que impidan el abuso y los excesos. No veo cómo va a cambiar la realidad pidiéndole acción a quien concentra el poder (por cierto, cada vez más complejo de ejercer) si lo que se busca es que haya contrapesos y transparencia. La alternativa es el cinismo.

*The Kremlin’s Information War, Journal of Democracy, Oct. 2015

 

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@lrubiof

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.