El pasado 24 de marzo, el presidente Peña envió al Senado un paquete de iniciativas que incluyen la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, la Ley del Sistema Pública de Radiodifusión, así como modificaciones a otros 11 ordenamientos que reglamentarán la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones, promulgada en junio de 2013. El conjunto de cambios propone mecanismos innovadores para regular de forma asimétrica la interconexión, la dinámica del mercado secundario del espectro radioeléctrico, la compartición de infraestructura privada y pública, la neutralidad de la red, la política de retransmisión de contenidos, los mecanismos de sanciones por incumplimientos de la ley, temas diversos de geolocalización, seguridad y bases de datos, la eliminación de larga distancia y roaming, derechos de vía, postes y ductos en favor del despliegue de redes, entre otras. Como se observa, el contenido de la propuesta presidencial es de alta complejidad técnica. Sin embargo, tal vez una de las preguntas de mayor relevancia ante ello es un poco más simple: ¿cuáles son los potenciales beneficios de la reforma para los usuarios?
De hecho, una debilidad importante de las iniciativas reside en el rubro de protección a los consumidores. El marco legal propuesto solamente plantea amparar a los usuarios con base en la actual Ley Federal de Protección al Consumidor, facultando a la Procuraduría Federal del Consumidor (PROFECO), en coordinación con el órgano regulador –el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT)—, a dar seguimiento a las denuncias de los usuarios, revisar sus contratos de adhesión y apuntar en el Registro Público de Concesiones las sanciones impuestas. Contrasta la intención de introducir reformas innovadoras en materia de telecomunicaciones con el diseño paternalista y anquilosado de nuestro sistema de protección y casi nula participación de los consumidores en México: la iniciativa entiende a la competencia como el acceso de más competidores pero no como un beneficio al consumidor, o sea, se ve a la competencia como un objetivo y no como un medio. En este sentido, las leyes secundarias propuestas difícilmente brindarán en el corto plazo de forma directa a los consumidores valor agregado y un esquema ágil de acción.
En relación con la medición de la competencia en el sector, por ejemplo, los criterios de preponderancia basados en sectores y no en mercados relevantes pueden abrir brechas para la confusión técnica y la inexactitud. El IFT se apoyaría solamente del criterio de participación de mercado mayor a 50% para determinar dicha preponderancia. En mercados tan complejos donde la propiedad cruzada de medios genera la aparición de conglomerados económicos con poderes sustanciales segmentados y diversos, es imperativo dotar al órgano regulador con herramientas más flexibles que le permitan el ejercicio de análisis y el fortalecimiento de la defensa en litigios frente a consorcios gigantes que defenderán sus participaciones de mercado de forma natural, buscando maximizar su utilidad y defender sus intereses. El lado anverso de este criterio, como ocurrió con el desmantelamiento del monopolio de ATT en Estados Unidos en los 70, es que incentiva a que no haya inversiones nuevas hasta que la participación de mercado de las empresas que hayan sido declaradas dominantes disminuya por debajo del umbral del 50%, lo que entrañaría un sustancial deterioro de la calidad del servicio para los consumidores.
Otro aspecto relevante de la propuesta regulatoria es el esclarecimiento de las delimitaciones de funciones atribuidas al IFT y a otros órganos de la administración pública federal. Se observa la intención de ejercer el poder público a través de varios actores y evitar la concentración de funciones en un macro-regulador constitucionalmente autónomo. Así, es posible comenzar a trazar con mayor claridad el mapa de las posibles tensiones políticas que derivarán de la intervención del gobierno en la dinámica de los mercados del sector. El problema de fondo en este diseño institucional es que su razonamiento se observa más político que económico: a todo lo largo de la iniciativa se puede leer un acusado ánimo de control político a través de un supuestamente independiente regulador.
En teoría, los objetivos de la reforma están planteados en términos de crecimiento económico y bienestar de los consumidores. En la práctica, si esto no se consigue, de nada servirán tantos cambios. Sabedores de que la ausencia de una competencia efectiva en el sector telecomunicaciones nos cuesta a los mexicanos 26,000 millones de dólares por año en términos de pérdidas por ineficiencias, menos empleos, y poco bienestar de los consumidores, ¿podrán nuestros legisladores responder con leyes adecuadas a las necesidades? Esto no tardará en ser evidente.
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