El 2 de octubre en México ha evocado, a lo largo de ya casi cinco décadas, el episodio más trágico del autoritarismo posrevolucionario. El hecho desnudó la faceta de mayor intolerancia y crueldad del gobierno de aquellos años, teniendo como víctimas principales a las libertades individuales y a la colectividad de las juventudes universitarias de su tiempo. Resulta curioso cómo, justo en la semana previa a la conmemoración de 2014, ocurre –si bien no “estalla”—un conflicto estudiantil sui generis. Las movilizaciones encabezadas por alumnos y docentes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) desde el pasado 25 de septiembre, tienen una serie de particularidades dignas de someterse a la reflexión.
No resulta extraño que cuando se llegan a plantear cambios en los reglamentos y planes de estudio de las instituciones públicas de educación superior, surjan movimientos de inconformes motivados, en no pocas oportunidades, por autoridades sindicales. Por su parte, los estudiantes se suelen adherir con argumentos que van desde preocupaciones legítimas respecto a un posible deterioro de la calidad académica de su escuela o presuntos abusos de poder por parte de las autoridades rectoras, hasta teorías conspirativas donde se acusa la entrega de la pureza de la educación pública a las polutas garras de los intereses privados (si son trasnacionales, el escándalo es todavía peor). Ahora bien, lo usual es que esta clase de problemas se asocien con universidades como la Nacional Autónoma de México (UNAM), la Autónoma Metropolitana (UAM) y, en fechas recientes, con la Autónoma de la Ciudad de México (UACM). El Poli pocas veces se involucra en reyertas parecidas, pero este año ha sido una rara excepción.
Sin alcanzar más violencia que el cierre de planteles y el bloqueo de vialidades, las protestas de los politécnicos han expresado su malestar por temas similares a los de costumbre, aunque adaptados a la coyuntura presente. Entre éstos destacan dos: la aprobación por parte del Consejo General Consultivo del IPN del nuevo Reglamento Interno, cuyos efectos, aducen, limitan libertades como la de expresión y manifestación; y las modificaciones a los planes de estudio, los cuales, según dicen, privilegian la formación técnica y operativa sobre la creativa y analítica. Aquí vale la pena hacer un paréntesis acerca de un asunto que no está actuando en el conflicto y que, al menos en casos del pasado (como la huelga de 1999-2000 en la UNAM), enrarecía el escenario. La combinación entre protestas estudiantiles y pleitos de los trabajadores sindicalizados contra la autoridad en turno resultaban ser dinamita pura. Estos dos elementos se han ido desvinculando poco a poco, incluso y en particular en la UNAM, reduciendo así la explosividad de las crisis. En la actual contingencia del Poli sigue sin haber esa mezcla. Esto sin mencionar el detalle de que el IPN no es autónomo y depende de la Secretaría de Educación Pública. Dicho lo anterior, para el gobierno, si bien la magnitud del movimiento estudiantil está por verse, el cómo se atienda y resuelva es crucial.
La crítica primordial a los cambios en los planes de estudio dimana del supuesto de que, con la apertura del sector energético, el gobierno federal habría pactado con las multinacionales que vendrían a invertir al país la formación de técnicos de bajo costo a fin de solventar la demanda que tendrán de mano de obra. En este contexto, los estertores finales de oposición a la reforma energética –más allá de su baja aprobación en las encuestas de opinión—, están por alcanzar un punto importante. A mediados de octubre, el Instituto Nacional Electoral (INE) deberá entregar las constancias de certificación de las firmas de apoyo a las cuatro solicitudes de consulta popular en proceso (dos de ellas concerniendo a la reforma energética). Después, la Suprema Corte tendrá veinte días a fin de declarar o no la constitucionalidad de las mismas. Con esto en mente, no resultaría del todo conveniente tener un movimiento en efervescencia denunciando un nuevo reproche a la reforma energética.
Por último, la administración Peña continúa demostrando su enorme habilidad política para desarticular oposición y contrapesos. En 2012, la experiencia del episodio #YoSoy132 marcó a este gobierno. No en balde Miguel Ángel Osorio Chong no tuvo el menor empacho en encarar a la multitudinaria manifestación que la tarde del 30 de septiembre se apostó frente a la Secretaría de Gobernación. A pesar de que este despliegue de apertura y diálogo franco contrasta con episodios como el del 1DMx, sucedido en el marco de la toma de posesión del presidente Peña, el gobierno hace hasta lo impensable para resarcir su imagen. De hecho, si es preciso sacrificar a la actual directora, la ingeniera Yoloxóchitl Bustamante, para satisfacer alguna de las demandas de los inconformes, se hará (por cierto, parece que no vale igual si ella es quien decide renunciar). El carácter pragmático del PRI ha vuelto por sus fueros.
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