A más de una semana de la captura de Joaquín Guzmán, alías el “Chapo”, aún quedan muchas dudas sobre las implicaciones de su captura, desde las posibles consecuencias en un reajuste de la delincuencia organizada, hasta lo relativo a su posible extradición a los Estados Unidos. Lo que ya ha quedado claro es que su detención parece haber sido más un resultado aislado de la directa intervención del aparato de investigación de nuestro vecino del norte que el producto de la implementación de una estrategia integral desarrollada por el propio gobierno mexicano. Por ello no extraña que las primeras confirmaciones sobre su detención provinieran de los Estados Unidos, tanto de los medios de comunicaciones como de instituciones oficiales (la DEA dio de baja al Chapo del sitio de los más buscados mucho antes del anuncio oficial del gobierno mexicano).
A partir de la acumulación de acciones gubernamentales durante más de un año desde el comienzo de la administración federal actual, ya no resulta aventurado comenzar a caracterizar su conducta. En este sentido, la captura del Chapo refuerza la idea de que en México sólo existe una justicia selectiva, cuyo propósito consiste más en enviar mensajes de intimidación que a contribuir a la consolidación de un verdadero estado de derecho. Así como sucedió con la líder sindical Elba Esther Gordillo, cuya detención envió un mensaje a la clase política en relación con la inexistencia de “intocables”, la captura del Chapo –el capo más rico del mundo- envía una declaración similar a todas las organizaciones delictivas: si el Chapo cayó, cualquiera puede caer. Asimismo, el gobierno federal por medio de la Procuraduría General ha amagado con investigaciones a funcionarios de gobiernos anteriores e inclusive a personajes de grupos empresariales. La justicia selectiva no distingue grupos de interés.
El ejercicio de una justicia selectiva, bajo la premisa de que en México no existen “intocables”, puede terminar por alinear no sólo a los actores políticos sino inclusive a otros actores que, durante las administraciones panistas, se caracterizaron por tener un talante mucho más contestatario ante la autoridad, en específico la sociedad civil organizada o los medios de comunicación. Lo que es peor, la consolidación de un régimen que funcione a partir de una lógica de lealtad o represión parece tener vía libre ante la ausencia de oposición en el sistema de partido, caracterizado actualmente por la debilidad estructural del PAN y la fragmentación de las izquierdas. La tendencia comienza a construir la sensación de un gobierno autoritario capaz de alinear a su favor a los diversos intereses, a lo que cabe preguntar ¿control para qué? He allí el punto crucial del asunto.
Aunque concedamos que, a diferencia de administraciones anteriores, el gobierno actual se caracteriza por una mayor capacidad en el ejercicio del poder, dicha característica no es un valor per se. Si bien el tipo de conducta descrita fortalece la posición de esta administración por medio de la generación de lealtades, abona nada a la consolidación de un verdadero Estado de derecho a largo plazo. No se puede declarar que estemos ante la reconstrucción del antiguo régimen, pero sí se puede afirmar que probablemente nos encontramos ante el nacimiento de un nuevo arreglo institucional distinto al que caracterizó los denominados años de transición. El riesgo consiste en que si los operadores políticos cambian, los arreglos existentes se derrumben. No sería la primera vez que ello sucediera en México. Por último, en el fondo se encuentra el debate respecto de qué tipo de gobierno queremos los mexicanos; el problema es que hasta ahora la realidad parece obligarnos a elegir entre una engañosa vinculación entre control y eficacia por una parte y democracia y parálisis por otra.
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