El gobierno y la ley

SCJN

Las enormes facultades con que tradicionalmente ha contado el gobierno mexicano han tenido un impacto enorme sobre el desarrollo del país. El gobierno igual ha sido dadivoso al cobrar pocos impuestos que abusivo y destructivo en la manera en que ha decidido sobre temas clave para el desarrollo, como bien lo ilustra la historia del sistema bancario en las últimas décadas. Buena parte de la explicación del fenómeno tiene que ver con la ausencia histórica de pesos y contrapesos al poder presidencial, así como con la naturaleza de la estructura jurídica del país. El arribo de un partido distinto al PRI al gobierno de la república está cambiando la naturaleza y el funcionamiento del sistema, pero no va a modificar, por sí mismo, la estructura del poder y las facultades excesivamente amplias que caracterizan al gobierno.

El tema es importante en sí mismo, pero ha cobrado especial relevancia a partir de la publicación de un libro que analiza la expropiación de los bancos a la luz de las facultades que la Constitución le confiere al gobierno. El libro, La importancia de las reglas, de Carlos Elizondo Mayer-Serra, plantea un tema que no es nuevo, pero con un enfoque que no sólo estimula el pensamiento, sino también obliga al lector a retar sus preconcepciones. El análisis gira en torno a la expropiación de los bancos en 1982. El argumento del libro se puede resumir, de una manera muy simplificada y rápida, de la siguiente manera: a diferencia de otras estructuras jurídicas, la mexicana le confiere al ejecutivo enormes facultades discrecionales para llevar a cabo este tipo de acciones. La discrecionalidad implícita en la ley ha vulnerado derechos fundamentales y afectado el desempeño general de la economía. Por ello es fundamental considerar tanto el derecho de propiedad y sus limitaciones, como el derecho a la seguridad, pues ambos son inherentemente complementarios.

El libro obliga a meditar sobre dos temas cruciales para el desarrollo económico. Por un lado, el de la naturaleza de las reglas del juego en el país, particularmente las reglas de propiedad y el contexto político en el que surgen. Y, por el otro, el del cumplimiento de esas reglas y la propensión a la arbitrariedad que siempre ha existido. A nivel de hipótesis se podría plantear que esto último va mas allá de las facultades legales que se establecen en la constitución y del pacto político con que se dio fin a la Revolución y del cual surgió el régimen moderno y la propia constitución. Es decir, las leyes le confieren facultades arbitrarias al ejecutivo, a la vez que la unidad gobierno-partido le otorgaban poderes casi ilimitados. Mientras que esto último ha desaparecido, la estructura de las leyes sigue intacta.

En su proceso de evolución, el gobierno postrevolucionario hizo un uso amplio de las facultades que le otorgaba la Constitución, en ocasiones afectando al sector privado, como ilustra el caso de los bancos, en tanto que en otras beneficiando a intereses particulares a costa de la sociedad. Aunque la correlación de fuerzas políticas ha ido cambiando en los últimos años, las facultades gubernamentales formales siguen estando presentes. Carlos Elizondo afirma, por ejemplo, que “algunos empresarios podrían creer que sus derechos de propiedad están legalmente mejor protegidos que antes; sin embargo, esto es una ilusión” (p276). La Constitución y otras leyes le otorgan al presidente facultades discrecionales amplias. En palabras del autor, “la facultad discrecional del presidente está comprendida en la estructura legal y ello ha tenido un impacto importante sobre las relaciones entre el gobierno y el sector privado” (p20). Es decir, a pesar de las reforma económicas, del desarrollo de algunos pesos y contrapesos y, más recientemente, del cambio de partidos en el poder, las facultades con que cuenta el gobierno siguen siendo tan amplias que conducen fácilmente a la arbitrariedad.

El punto de todo esto es que existe un problema fundamental en la relación entre la inversión privada, el gobierno y la estructura legal, que trasciende con mucho el tema de los derechos de propiedad y se sitúa en el terreno de la seguridad jurídica o legal. Puesto en términos llanos, si la ley es flexible ¿para qué sirve? Un empresario o inversionista puede vivir con un régimen que le confiere primacía a los derechos sociales, a la propiedad gubernamental o, como dice la letra de nuestra constitución, a “las modalidades que dicte el interés público”. Con lo que ese inversionista o empresario no puede vivir es con la incertidumbre implícita en un régimen legal que otorga amplias facultades discrecionales y que no cuenta con recursos para que esa discrecionalidad no redunde en arbitrariedad. En esas condiciones, la pretensión de un Estado de derecho es ilusoria.

En esencia, el Estado de derecho implica que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias. El énfasis en la legalidad no significa, sin embargo, que si todas las acciones del gobierno están autorizadas por la legislación se preserve con ello el Estado de derecho. El Estado de derecho desaparece cuando la legislación faculta de poderes arbitrarios y discrecionales a las autoridades dejando en sus manos la decisión de aplicar o no la ley al caso concreto, haciendo referencia a lo que se considera “justo” o conforme al “bien público”. Cuando la legislación se escribe de esta manera se mina el principio de igualdad formal ante la ley y da espacio para que el gobierno otorgue privilegios legales en favor de sus grupos de apoyo. Las facultades discrecionales vuelven impredecible el actuar del gobierno mexicano no sólo porque son ambiguas y manipulables, sino también porque resulta sumamente difícil que el poder judicial limite o controle ese tipo de actos de gobierno dado el formalismo del derecho mexicano y la jurisprudencia de la Suprema Corte. Es decir, esas facultades discrecionales hacen imposible la existencia de un Estado de derecho por la propensión a que se incurra en la arbitrariedad.

La discrecionalidad es una facultad casi inherente a la administración pública. A menos de que un sistema jurídico contemple todas las eventualidades posibles en todos los ámbitos de su competencia (algo imposible a menos de que la ley se reforme de manera cotidiana), el funcionario público requiere facultades discrecionales para trabajar. La pregunta relevante no se refiere a la discrecionalidad sino a cómo evitar que ésta derive en arbitrariedad. Los sistemas legales anglosajones han resuelto este dilema de una manera casi automática. Su naturaleza misma entraña la adecuación constante de sus leyes y procedimientos a la cambiante realidad por medio del sistema de precedentes que la caracteriza. Ese sistema legal evita la arbitrariedad por la simple razón de que quienes son responsables de tomar decisiones tienen que justificar paso a paso sus acciones, a la vez que esas decisiones se convierten en precedentes para el resto de la administración pública. El problema es distinto para los países que, como el nuestro, cuentan con sistemas jurídicos rígidos que tienen sus raíces en el derecho romano. En estos casos la capacidad de adecuación es mucho menor por lo que las facultades discrecionales son necesarias para compensar la falta de actualización constante de la ley.

El gobierno mexicano, consciente de esta problemática, optó por avanzar en esta dirección cuando negoció el TLC. La idea del Tratado comenzó menos motivada por temas comerciales que por los de inversión. Lo que se buscaba era crear un mecanismo que eliminara, de una manera permanente, la incertidumbre que enfrentaban los inversionistas por el endeble régimen legal que caracteriza al país. El tratado comenzó a cobrar forma cuando el gobierno llegó a la conclusión de que ningún mecanismo de carácter interno –fuera éste un pacto político o una nueva Constitución- permitiría lograr ese objetivo. Además, y quizá mas importante, el riesgo de perder los enormes beneficios que el TLC entraña constituye la mejor garantía de que lo acordado se hará cumplir. Es decir, en la medida en que crecen los beneficios del TLC y que la población así los perciba, el costo de anularlo se eleva y, por lo tanto, se disminuyen, de facto, las facultades discrecionales que son parte inherente no sólo a la letra de la Constitución, sino del arreglo político e institucional que yace detrás.

La ausencia de certidumbre jurídica tiene consecuencias serias para la convivencia social y para el desarrollo económico, para la inversión y para el ahorro. Una anécdota dice más que mil palabras. En un artículo publicado en The Economist hace algunos años, Hernando de Soto escribió lo siguiente: “cuando yo era niño en Perú, me habían dicho que los predios rurales que visitaba pertenecían a las comunidades campesinas y no a los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba entre una parcela y otra, los ladridos de los perros iban cambiando. Cada uno se limitaba a la parcela que le correspondía. Todo parecía indicar que los perros ignoraban las leyes prevalecientes; todo lo que hacían era limitarse a la tierra que controlaban sus dueños. En los próximos 150 años las naciones que reconozcan lo que esos perros ya saben serán las que disfruten de los beneficios de una economía moderna de mercado”.

En un mundo globalizado y cada vez más integrado, la discusión sobre las reglas del juego y los derechos de propiedad va a ser cada vez más candente y agitada. Tarde o temprano los mexicanos tendremos que debatir esto y determinar qué costos estamos dispuestos a pagar, en términos de crecimiento económico y de empleo, por mantener el régimen legal y político actual. Pero eso sólo ocurrirá cuando el contexto político sea propicio, no antes.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.