El infierno de los migrantes centroamericanos.

Transporte

El paso de los migrantes por nuestro territorio en busca de alcanzar la frontera con Estados Unidos y mejorar sus condiciones de vida está marcado por la inseguridad y la tragedia. Diariamente, un sinnúmero de personas provenientes de países que van desde Guatemala hasta Brasil, pasando por Honduras, El Salvador, Guatemala, Ecuador y Nicaragua (además de algún otro “perdido” del Medio Oriente), encuentran la muerte bajo circunstancias donde la palabra “infierno” suele quedar corta como calificativo. Ante esta situación, aunado a la inseguridad local en la que se enmarca este fenómeno, las autoridades han sido, por decir poco, ineficientes e irresponsables. Por otra parte, la ciudadanía y la opinión pública sólo reaccionan cuando ocurren hechos escandalosos como el reciente descarrilamiento en Tabasco de uno de los trenes de carga de la compañía Chiapas-Mayab –conocidos popularmente como “La Bestia”—, o la masacre de 72 inmigrantes de Centro y Sudamérica ocurrida en San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010. ¿Por qué el de por sí dramático fenómeno de la migración adquiere esos tintes dantescos en México?
La tragedia de los migrantes se inserta y nutre de las mismas circunstancias que tienen al país en una profunda crisis de inseguridad. Tampoco se trata de un fenómeno esporádico ni privativo de una región. Si bien se agrava en las zonas fronterizas, la operación de grupos del crimen organizado dedicados a la trata de personas, el narcotráfico, el secuestro y la extorsión, tiene un recorrido a la par de los migrantes que viajan en los trenes de carga o en camiones y autobuses, durante el largo via crucis entre las dos fronteras del país. En la gran mayoría del territorio mexicano, los migrantes centroamericanos son víctimas de grupos criminales que actúan en un ambiente de impunidad solapado por la irresponsable ineficiencia gubernamental y la corrupción. Los gobiernos municipales, estatales y federales no han asumido esta problemática como un tema prioritario, y la autoridad de las policías locales –mal capacitadas y mal pagadas— se encuentra rebasada o sustituida en muchos casos por los grupos delincuenciales. A este panorama debemos añadir que la institución federal encargada de atender esta materia se encuentra fuertemente permeada por la corrupción. Tan solo en el primer semestre de este año, el Instituto Nacional de Migración (INM) dio de baja a 234 servidores públicos; 150 de los procesos administrativos derivados de ello y que culminaron en la separación del cargo fueron por motivos de corrupción, 70 más por presentar documentación apócrifa y 14 se relacionaban con el consumo de drogas. En suma, un migrante en tránsito por México no tiene para donde voltear.
Otra arista del fenómeno es el asunto de los desaparecidos sin identidad. De acuerdo con algunas organizaciones dedicadas al tema, alrededor de 70 mil personas migrantes han desaparecido en los últimos cinco años. Si de por sí la autoridad enfrenta un tremendo galimatías con la atención de la problemática de los desaparecidos reportados por víctimas del crimen organizado,  actuar en los casos de personas perdidas en los laberintos migratorios resulta prácticamente imposible. Lo cierto es que, aun cuando no sean ciudadanos mexicanos, la responsabilidad de esclarecer y abatir la desaparición de los indocumentados durante su trayecto por el territorio nacional es de nuestras autoridades.  Dada la problemática real, en un mundo ideal el gobierno mexicano crearía mecanismos para asegurar que los migrantes que entran por el sur lleguen directamente a la frontera norte sin dilación. Pero el sólo hecho de tener que contemplar una solución así es en sí reveladora de un país en el que no existe control alguno del territorio, para mexicanos o para extranjeros.
Combatir la violencia ligada al fenómeno del trasiego de migrantes por México es un factor ineludible dentro de una estrategia integral para recuperar la seguridad y gobernabilidad en el país. Además, el Estado mexicano no puede continuar fomentando una retórica hipócrita sustentada en el legítimo reclamo ante las vejaciones que sufren nuestros connacionales en Estados Unidos, al mismo tiempo que evade sus propias responsabilidades.

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