El mal estado de la libertad de expresión en México: de por qué pierde el gobierno.

Administración Federal

Esta semana, las redes sociales y algunos medios de comunicación han estado acaparadas por el conflicto laboral (y de intereses de ambas partes) entre la periodista Carmen Aristegui y MVS. Independientemente de la evolución particular de la relación entre la comunicadora y su ex empleador, sus desencuentros pasados y su utilización mutua –ella, del espacio en las frecuencias de radio y televisión del grupo encabezado por Joaquín Vargas y, el consorcio, de la popularidad de ella—, vale la pena analizar el acontecimiento desde una perspectiva de mayor amplitud.
Cobijada por las protestas de sus audiencias más activistas, Aristegui declaró que su salida de MVS representaba un atentado contra la libertad de expresión dado el “vendaval autoritario” de los tiempos actuales. Se puede estar de acuerdo o no con el argumento del renacimiento de un tipo de autoritarismo en el ejercicio de la actual administración federal. De hecho, es innegable que el gobierno de Enrique Peña se ha caracterizado por un ánimo de volver a centralizar el control sobre distintas variables políticas y económicas del país; se percibe en el espíritu de las reformas de 2013, en la reconfiguración de los órganos autónomos del Estado, en el maridaje con los otros dos poderes de la Unión, y en su forma de actuar respecto a los gobernadores. En el mismo tenor, la relación con los medios de comunicación ha tenido un cariz particular. Aquellas televisoras, radiodifusoras, periódicos, periodistas y comunicadores ya afines al presidente desde antes de su ascenso a Los Pinos, sólo se sientan a esperar o, de ser el caso, a disfrutar de la conveniencia de haberle apostado a la opción Peña Nieto. Por otro lado, los agentes críticos no la pasan del todo bien, no tanto por la existencia de una represión brutal al estilo de los años más crudos del régimen autoritario (aunque eso no exime que haya preocupantes índices de violaciones a los derechos humanos contra periodistas y que ejercer su profesión adquiera en ocasiones tintes de heroísmo), sino por una manera más sutil de alineamiento (si bien no poco burda): el tema económico.
El caso Aristegui ayuda muy bien a explicar cómo los intereses económicos suelen ser más poderosos que los políticos, en específico al referirse a los poseedores de las concesiones de partes del espectro radioeléctrico. Ciertamente, el activismo de la periodista en comento se cruza de manera frecuente con los objetivos de los dueños de los medios donde ella ha laborado. La excesivamente delgada piel de las autoridades en México ante la crítica, hace factible que se tengan represalias gubernamentales en algunas de las múltiples empresas que los concesionarios del sector de telecomunicaciones poseen por expresar opiniones contrarias a las oficiales. Esto es todavía peor cuando el gobierno no la pasa bien en cuanto a sus niveles de aprobación. En la otra cara de la moneda, los niveles de audiencia que un periodismo como el de Aristegui puede generarle a las empresas siempre son atractivos. Sin embargo, estos pros y contras tan disímbolos hacen proclive relaciones laborales tendientes a la volatilidad, es decir, en cualquier momento los delgados hilos de la tolerancia se pueden desgarrar. En esencia, esta dinámica habla pésimo del estado de la libertad de expresión en el país. También habla de la imposible tensión en la relación entre medios y gobierno cuando existen tantas aristas políticas y económicas simultáneas.
Al argumento anterior se suman datos como los del Índice Mundial de Libertad de Prensa 2014, publicado por la organización Reporteros Sin Fronteras, el cual sitúa a México en el lugar 152 de 180 países, en paralelo a naciones como Irak y la República Democrática del Congo. Esta medición contempla el pluralismo en los medios de comunicación, la independencia de los medios frente a las autoridades, ambiente de censura de los periodistas, marco legal, transparencia de las instituciones que producen información, y la infraestructura de comunicación de cada nación. México sale, por consecuencia, mal calificado en casi todos esos criterios.
Otro elemento que agudiza el malestar de las autoridades en general, no sólo del gobierno federal en turno, es la creciente desconexión entre la clase política y la sociedad, la cual, de entrada, hace que vías institucionales como las elecciones no sean percibidas como un canal legítimo de expresión de la voluntad ciudadana. Por tal motivo, el activismo político dentro del periodismo –como el que realizan Carmen Aristegui y otros comunicadores –se vislumbra como una de las pocas maneras de impulsar ideas o posturas novedosas en México. Es decir, la cerrazón del sistema electoral beatifica a activistas porque los convierte en medios de disenso legalmente establecidos.
En suma, el caso Aristegui abre una oportunidad para las autoridades en general, la cual consistiría en el replanteamiento de sus relaciones con los medios y, sobre todo, con sus críticos. La desventaja es que el prurito autoritario todavía parece muy fuerte tanto en el gobierno federal, como en la mayoría de los gobiernos estatales. No obstante, la velocidad de la información y la interconexión global hacen poco rentable y casi imposible una estrategia de control de medios. Si no es real la opción de controlarlo todo al interior, mucho menos lo son las reacciones desde el exterior. Al hablar en particular de la administración del presidente Peña, ésta tiene en sus manos generar un cambio que no haga las cosas tan turbias para su partido de cara a los comicios de junio próximo, pero que también propicie el resarcimiento de una imagen internacional severamente dañada en los últimos meses. A final de cuentas, sea cual fuere la historia de fondo en este y otros asuntos mediáticos, de lo que no hay duda es que el pagano acaba siendo el presidente de la República.

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