La gran paradoja de la política mexicana actual es su enorme propensión a mirar hacia atrás. En lugar de construir el futuro, estamos obsesionados con el pasado y con los problemas que caracterizaron al viejo régimen político. Quizá en ningún tema es esto tan patente como en el que atañe al poder presidencial. Como antes, se le exige al presidente que resuelva todos los problemas, pero a la par, no hay acción legislativa o judicial que no persiga disminuir su poder y, por lo tanto, su capacidad de acción. La gran ironía de todo esto es que la presidencia mexicana es fundamentalmente débil y se está debilitando cada día más. El riesgo de proseguir por este camino es enorme.
Tal como sucedió a los generales franceses de la Segunda Guerra Mundial, quienes estaban perfectamente pertrechados para enfrentar la estrategia alemana, pero de la guerra anterior, la política mexicana se empeña en resolver los problemas que ya no existen. La embestida contra el presidencialismo postrevolucionario es perfectamente explicable, pero no por ello razonable en la circunstancia actual. En estos momentos, es excepcional el ámbito en que la presidencia no esté perdiendo terreno y capacidad de acción. El poder legislativo se ha convertido en un freno efectivo al actuar del único de los tres poderes públicos que tiene responsabilidades operativas y ejecutivas cotidianas. De igual forma, la Suprema Corte de Justicia ha aprovechado prácticamente cada oportunidad para erosionar el poder presidencial, quitándole, de manera sistemática, facultades que, en la práctica y por tradición, habían sido suyas. El problema no es que empiecen a operar mecanismos de pesos y contrapesos efectivos o que cada poder ejerza las facultades que le corresponden. De hecho, estos son cambios sumamente positivos que deben ser bienvenidos. El problema es que estamos avanzando en una dirección peligrosa: una en la que se está conformando una presidencia estructuralmente débil, estructuralmente incapaz de conducir los destinos del país.
El poder de un presidente tiene comúnmente tres fuentes principales: el que le atribuye la constitución; el que se deriva de las relaciones políticas, como pueden ser con un partido; y el que surge de la popularidad y capacidad de liderazgo de la persona del presidente. En nuestro caso, las facultades que le otorga la constitución al presidente son relativamente parcas, como empieza a ser evidente ahora que han desaparecido las llamadas facultades “metaconstitucionales”. En ausencia de otras fuentes de poder, la presidencia mexicana es débil y estructuralmente mal pertrechada para realizar una labor efectiva, máxime cuando se contrasta con las enormes expectativas que pesan sobre sus hombros. Por lo que toca a las relaciones políticas como fuente de poder, nuestra historia es sumamente rica en tanto que la mayor fuente del poder de que gozaron los presidentes a partir de la Revolución Mexicana no provenía de la Carta Magna, sino del hecho de que el partido mantuviera una estructura de control e influencia sin parangón en el mundo occidental. El presidente podía imponer sus decisiones sobre la sociedad, pasando por encima de los legisladores y jueces, porque la estructura partidista le confería un poder excepcional, muy por encima de lo establecido por la letra de la ley. Finalmente, la tercera fuente de poder, la que surge de la popularidad del presidente, ha resultado ser paradójica en el momento actual. Mientras que en el pasado ésta fortalecía al presidente y le confería credibilidad y votos a la hora de la elección, en el presente esa popularidad se ha convertido en una fuente de desgaste y confrontación entre los legisladores y el ejecutivo.
Por donde uno le busque, el poder del presidente se ha erosionado de una manera radical. El presidente Fox ya no goza del instrumento supremo del poder postrevolucionario: el que surgía de un partido capaz de acomodarse a todas las circunstancias y siempre dispuesto a actuar a su servicio (por supuesto, a cambio de satisfactores de diversa índole). En adición a lo anterior, la popularidad del presidente Fox no se ha traducido en resultados legislativos concretos y, en cambio, sí le ha valido más de una reprimenda por parte de los diputados. Es decir, el presidente goza de facultades constitucionales muy acotadas, no cuenta con un instrumento de imposición como lo fue en su momento el PRI y, para colmo, enfrenta un total desencuentro con los otros dos poderes, de tal suerte que su popularidad personal tampoco le sirve para avanzar su proyecto de reformas. En suma, la nueva realidad de la presidencia mexicana es una de creciente debilidad.
Respondiendo a la vieja realidad presidencial, los legisladores y miembros de la Suprema Corte se han abocado a mermar todavía más una presidencia ya de por sí acotada. Algunas de esas acciones son por demás justificadas y relevantes, como son la serie de controversias constitucionales que, a lo largo de los últimos cuatro años, han ido definiendo un nuevo perfil del poder presidencial , aunque sólo en este momento, ahora que se rompió la liga entre la presidencia y el PRI, es que se comienzan a apreciar sus implicaciones reales. Algunas controversias todavía pendientes, como la relativa a las facultades presidenciales en materia de regulación energética, iniciada por el Senado de la República, tendrá sin duda consecuencias mayúsculas para el desarrollo del sector.
Pero más allá de las controversias específicas, hay dos factores clave que tienden a dominar el pensamiento político actual y que sin duda van a acarrear consecuencias por demás perniciosas. El primero de ellos es la creencia ciega en el federalismo, sobre todo en materia fiscal. El segundo se refiere a la lógica misma de la confrontación entre los poderes públicos. Como en todos los temas, en éstos hay muchas aristas y muchas perspectivas, todas ellas legítimas. Por eso vale la pena observar el conjunto.
Para comenzar, es imperativo reconocer que el cambio político que tuvo lugar el año anterior fue mucho más profundo de lo aparente. Luego de décadas en las que el presidente surgía de un mismo partido y, más importante, de un partido que era mucho más un sistema de control que un partido político definido en términos tradicionales, el que un aspirante no priista accediera a la presidencia eliminó de tajo la posibilidad de que éste recurriera a las facultades extralegales que habían caracterizado al sistema político. Al desaparecer esas facultades, la presidencia perdió su capacidad de control sobre el congreso, sobre los tribunales, sobre los gobernadores, sobre la prensa y, en general, sobre el país.
El deseo de acabar con el contubernio presidente-partido y con el poder despótico que éste hacía posible seguramente motivó el voto dividido de una fracción mayoritaria de electorado en la pasada elección federal. En este sentido, el resultado electoral del 2000 abrió la puerta para un cambio trascendental -estructural- del poder político. A pesar de lo anterior ese cambio todavía no se aprecia en toda su magnitud y, por tanto, persiste el empeño en erosionarlo todavía más.
Una de las características más patentes del viejo presidencialismo era la relación que guardaban los gobernadores con el presidente. Aunque electos por voto popular, los gobernadores sabían a quién debían su chamba y actuaban en consecuencia. Una manifestación fundamental de ese dominio se presentaba en el ámbito fiscal, donde la Secretaría de Hacienda (y en alguna etapa la Secretaría de Programación y Presupuesto) era la dueña absoluta de los fondos estatales. No era raro encontrar a un gobernador haciendo antesala en las oficinas de un funcionario de cuarto o quinto nivel del gobierno federal, pues de esos contactos dependía su disponibilidad de fondos. La consecuencia de esta realidad fue que nunca se desarrollaron fuentes de recaudación fiscal a nivel local y que se creara una dependencia absoluta –y enfermiza- por parte de los estados respecto al gobierno federal. Ahora que los gobernadores gozan de una libertad casi sin precedentes, no tienen capacidad administrativa ni recaudatoria propia, ni tampoco son responsables ante sus electores. A pesar de lo anterior, el nuevo mito entre partidos, legisladores y el propio ejecutivo es el del federalismo fiscal. Así, en lugar de desarrollar esas capacidades mínimas a nivel local y estatal, están mermando el poder presidencial a través de un federalismo mal entendido.
La confrontación entre los poderes públicos, ese afán por el enfrentamiento en lugar de la colaboración que caracteriza la relación entre el poder legislativo y el ejecutivo en la actualidad, tiene sus raíces no sólo en esta historia, sino en las estructuras formales que de ella heredamos. Así como los gobernadores prefieren demandar recursos del gobierno federal que cobrar impuestos en sus propios estados, los legisladores prefieren argumentar en público que avanzar el proceso legislativo. Todos los incentivos que en la actualidad existen conducen a esa confrontación. Por eso es crucial comenzar a replantear la relación entre los poderes públicos.
Lo mismo en lo que se refiere al federalismo. No hay nada de malo en tratar de avanzarlo, pero siempre teniendo en cuenta que éste tiene que consistir en la suma de recaudación y gasto a nivel local, pues eso es lo que genera la responsabilidad del gobernante y el desarrollo de la capacidad administrativa de que hoy carecen la mayoría de los estados. De la misma manera, debe ser bienvenida la función de contrapeso que ahora ejerce el congreso respecto al ejecutivo. El problema en la actualidad reside en que los incentivos existentes orillan a los legisladores a enfrentar al ejecutivo (en lugar de legislar), a la vez que le niegan la posibilidad de apelar a la población para que ésta a su vez le exija cuentas a sus representantes. El cambio que tuvo lugar el año pasado fue monumental, pero hasta ahora no ha arrojado una estructura funcional de gobierno. Es tiempo de construirla.
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