Las ideas del pensador francés Raymond Aron son sumamente relevantes ante los acontecimientos de polarización que vive el país. Las virtudes de la democracia, dice, “no se encuentran en las nubes académicas, sino en la realidad: la esencia de la democracia es la competencia pacífica.” Tampoco se encuentra, por inferencia, en las movilizaciones, en los llamados a la resistencia, en la confrontación verbal—por no decir la fatal arrogancia de autoproclamarse uno la encarnación de la voluntad popular, y por ende único legítimo heredero del poder.
Estas son las consecuencias de presumir un monopolio sobre la verdad. Con estas, y otras, acciones, Andrés Manuel López Obrador está confirmando todos los temores que se ventilaban sobre su proyección como un gran peligro para el país. La poderosa tesis del mesías tropical cobra validez. Es el secuestro de la realidad por un líder providencial, por la demagogia de un ser político donde la realidad de acoplarse a su visión preconcebida de cómo son, y como deben ser, las cosas.
En otros momentos, llegamos a defender la posición más pragmática que, a pesar del temperamento populista que demostraba AMLO, había suficientes candados dentro de nuestro sistema institucional (la autonomía del banco central, la cuenta de capital abierta, el comercio exterior, las instancias electorales) para mitigar las acciones potencialmente antieconómicas del populismo. Simplificando, decíamos que la realidad orillaría a AMLO hacia el centro, hacia una izquierda más pragmática, moderna, respetuosa del contexto de globalización, de la necesidad de reformas económicas, y demás.
Empero, la realidad, en el comportamiento que hoy exhibe AMLO, es función de su privilegiado acceso a la verdad, de este monopolio mortal sobre lo que es y no es. Es, porque yo digo, porque yo soy el legado hegeliano del destino tabasqueño. Reconoce, o sufre las consecuencias. Admite, o cuida a tu familia. Obedece, o ya verás.
Este patrón mesiánico, y en el extremo, constituye un riego capital para la libertad, para una sociedad abierta, precisamente porque una sociedad libre es tolerante, es aquella donde las decisiones normativas y políticas de la ciudadanía se toman en una forma que es totalmente independiente de una previa concepción de cómo debemos vivir la vida, o sea, una previa concepción del bien, del bien mío, y del bien de todos.
Por ello nos advertía Alvaro Vargas Llosa, en su diagnóstico sobre le populismo: una característica definitoria de los populistas es el autoritarismo, “el debilitamiento de las instituciones y del principio de la separación de poderes en beneficio del voluntarismo del presidente.” Pero ello también es, según Aron, el dilema central de la democracia: este es campo fértil para la demagogia, para quien promete esperanzas, proyectos alternativos de nación, hasta sonrisas. Un demagogo puede llegar al poder, y reestructura las reglas del juego electoral; o, como estamos viendo, ni siquiera llegando al poder. AMLO pide que se cambien las reglas del juego porque el sabe más que los demás, el es dueño de la verdad, el es la voluntad popular. Una petición de principio para el milenio
¿Qué nos diría Aron? Qué le diría a la gran masa de intelectuales pop, fieles en su fe amloista, que hoy se adhieren, y hasta celebran, el monopolio de la verdad? La esencia operativa de la democracia es que los que no están en el poder tienen posibilidad de llegar a él. Una nación puede estar dividida, pero esas divisiones no invalidan la competencia electoral, ni la forma pacífica de conciliar diferencias. Una democracia implica que, en un futuro, cualquiera puede llegar al poder—hasta el peor enemigo de la libertad, el dueño de la verdad.
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