¿Y ahora qué?

SCJN

El proceso electoral no ha culminado pero sus consecuencias ya se pueden apreciar. En teoría, y en opinión de innumerables comentaristas, nuestras instituciones eran lo suficientemente fuertes para lidiar con las eventualidades que llegaran a presentarse. En su mayoría, esos comentarios se referían al escenario de un gobierno de AMLO frente a temas críticos de la economía como el TLC, pero son igualmente aplicables a las instituciones electorales, hasta hace unas semanas uno de los verdaderos orgullos de nuestra capacidad de transformación institucional. Independientemente de la forma en que acabe fallando el TRIFE, parece aplicable el aforismo que se atribuye al otrora primer ministro ruso, Viktor Chernomyrdin: “queríamos algo mejor, pero acabó saliendo igual”.

Las instituciones existen para conducir los procesos sociales, canalizar demandas y asegurar que los conflictos políticos no lleguen a la violencia. Uno de los grandes arquitectos en materia institucional partía del principio de que “los hombres no son ángeles y, por tanto, requieren de instituciones para poder convivir”. Si aceptamos este principio, es claro que las nuestras siguen siendo enclenques. Como hemos atestiguado una y otra vez en estas semanas, los individuos no se sienten limitados ni impedidos por las instituciones existentes para salirse de campo de juego y, en esa medida, las instituciones acaban evidenciando su fragilidad. Una institución funcional establece las reglas del juego, actúa como réferi en el proceso y todos los participantes aceptan su legitimidad. En la medida en que un jugador decide desconocer esa legitimidad, la institución pierde y toda la vida institucional del país acaba vulnerada. Lo cierto, en nuestro caso, es que carecemos de capacidad para procesar los conflictos y eso nos pinta como un país políticamente primitivo.

Las sociedades funcionan bien cuando cuentan con instituciones que les permiten dirimir sus diferencias y conflictos sin paralizarse ni llegar a la violencia. Más importante, lo crucial del funcionamiento de una sociedad no radica en la personalidad de las grandes figuras públicas, sino en la efectividad de sus instituciones. Como afirma Guillermo Trejo, “el buen funcionamiento de los gobiernos democráticos no depende de la psicología ni de las convicciones de los gobernantes… El funcionamiento de las democracias es un problema de instituciones efectivas. La cooperación y la eficiencia gubernamental no son producto de virtudes individuales, sino de sistemas de pesos y contrapesos que incentiven el buen funcionamiento de las instituciones estatales”. En este sentido, nuestro problema es que seguimos dependiendo de las grandes personalidades para resolver nuestros problemas, a la vez que padecemos los riesgos de su comportamiento individual.

La dinámica de la contienda electoral era sugerente en sí misma: por un lado se esperaba un salvador y, por el otro, se discutía si las instituciones serían capaces de contener sus peores instintos. Pasada la elección y sumidos en la conflictividad postelectoral, la discusión ha pasado a otros planos: ¿por qué AMLO no se comporta como el Ingeniero Cárdenas en 1988? e, igualmente revelador: ¿quién sería el salvador en caso de un interinato? El punto es que no hemos logrado desarrollar arreglos institucionales que permitan contener las ambiciones humanas. Esas instituciones y arreglos tendrían que garantizar que el gobernante, cualquiera que fuese su personalidad o habilidades, se atiene a las reglas del juego y actúa dentro del estado de derecho. Una buena estructura de incentivos permitiría que el gobernante no sólo actuara dentro de las instituciones, sino que lo hiciera por conveniencia propia. Visto desde esta perspectiva, parece evidente que no sólo no estamos cerca de consolidar el marco institucional, sino que este proceso electoral nos ha echado para atrás.

Es tiempo de volver a los orígenes, revisar por qué estamos atorados y comenzar la construcción institucional que, bien a bien, nunca se consolidó. Comencemos por el principio, por la motivación original de las reformas que se emprendieron en los 80 y 90 y los remiendos que siguieron. En los 80 se emprendieron una serie de reformas económicas a partir de la capacidad del gobierno de imponer su agenda. No tengo la menor duda de que el objetivo era transformar la economía para elevar la tasa de crecimiento y, por ese camino, resolver problemas tanto inmediatos como ancestrales. Desafortunadamente, el objetivo ulterior no era igual de altruista, pues perseguía mantener incólume el statu quo político, lo cual sin duda empañó muchas de las decisiones en el ámbito económico. Sin embargo, independientemente del objetivo planteado, la realidad le jugó un mal partido a los gobiernos reformadores. Esas reformas erosionaron la capacidad de acción del gobierno y no fueron suficientemente integrales como para transformar la economía. Nos quedamos a la mitad del río, padeciendo la tiranía de reformas incompletas e insuficientes.

Peor: nos quedamos con un marco institucional obsoleto (concebido para un sistema presidencialista) que no responde a las necesidades de una economía competitiva o una sociedad demandante y plural. Y es ahí cuando comenzaron los remiendos. Se actuó en respuesta a problemas específicos pero no se renovó el marco institucional de manera integral. En algunas instancias, notablemente en las electorales y la Suprema Corte, se dio una renovación completa y se les ajustó lo necesario para que sirvieran de anclas para el funcionamiento del país en general. Pero no se le pueden pedir peras al olmo. El país cuenta con algunas instituciones excepcionales dentro de un marco general signado por la debilidad institucional. En sentido contrario a lo que se procuró en los 80 y 90, debemos pensar menos en lo que hay que preservar que en lo que debemos construir con una mira de largo plazo.

Rusia en los ochenta intentó un camino distinto al nuestro: transformar las instituciones políticas para hacer posible una renovación económica. Al final acabó reventando el monopolio del poder, pero sin crear las instituciones que administraran el resultado. En cambio, luego de la remoción de Soeharto en Indonesia, el presidente Habibie se dedicó a crear un marco institucional que hiciera posible una transformación económica y política. El tiempo dirá si alguno de esos experimentos funciona, pero más vale que nos pongamos a trabajar si no queremos que, como decía Chernomyrdin, todo nos siga saliendo igual.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.