El 12 de noviembre pasado, el recién llegado alcalde del municipio de Acapulco de Juárez, Luis Walton, ex dirigente nacional y ex senador de Convergencia/Movimiento Ciudadano, en una visita a la capital del país, denunció que su antecesor en la alcaldía, el hoy diputado federal (con fuero) y ex candidato al gobierno de Guerrero, el priista Manuel Añorve, dejó prácticamente quebrado al ayuntamiento. Walton expuso que Acapulco tendría un déficit de cerca de 311 millones de pesos, y que la administración de Añorve le heredó una deuda de más de 1500 millones de pesos, luego de que el priista había recibido el municipio con sólo 400 millones de pesos en adeudos. Unos días antes, el 25 de octubre, el Congreso de Guerrero aprobó una propuesta solicitando a las cámaras legislativas federales se destine, en el marco del Presupuesto de Egresos 2013 (cuya discusión sólo corresponde a los diputados), una partida extraordinaria de 1,300 millones de pesos en apoyo a las finanzas del puerto. En tal exhorto –encabezado, por cierto, por el diputado local Óliver Quiroz, miembro del cabildo acapulqueño en tiempos de Añorve—, los legisladores guerrerenses aclaran que el dinero sería utilizado para “ofrecer mejores servicios públicos como son: el abastecimiento de agua potable, combate a la inseguridad, alumbrado público, saneamiento básico, entre otros”. En pocas palabras, parece que el municipio, a través de la legislatura estatal, “amenaza” con dejar de funcionar si no es rescatado en sus términos.
Sin entrar más a detalle de este caso particular, Acapulco es uno más de decenas de municipios –por no mencionar a los estados—que padecen situaciones financieras críticas a causa de malos manejos y endeudamientos rampantes. Cuando este tipo de crisis estallan, de inmediato se pide el respaldo ya sea de los gobiernos estatales o del federal, a fin de que inyecten recursos para aliviarlas. El problema es que las arcas de donde salen dichos rescates no son ilimitadas, aunque se acude a ellas como si lo fueran. Por otra parte, las herencias de desfalcos no son cosa nueva, aunque la coyuntura de Acapulco sirve para observar patrones repetitivos: los perpetradores de la irresponsabilidad en la administración de sus municipios, suelen encontrar refugio en el fuero legislativo (no sólo Añorve, también casos como el de Fernando Larrazábal, ex alcalde de Monterrey, ahora también acusado de no reportar 200 millones de pesos en deuda de corto plazo) o simplemente se cobijan en la impunidad (basta recordar casos como el de Humberto Moreira en Coahuila o Leonel Godoy en Michoacán); los funcionarios entrantes asumen el papel de víctimas de sus antecesores y los colman de acusaciones (un ritual que muy probablemente se repetirá en contra de ellos al terminar su gestión); el gobierno federal se ve presionado para salvar las finanzas públicas locales, sean municipales o estatales. En tiempos del régimen autoritario, esto pasaba cada fin de sexenio a nivel federal. Por fortuna, esto se ha erradicado en las últimas tres entregas sexenales. No obstante, estados y municipios se han abstraído de ello.
Con la reciente aprobación de las modificaciones a la Ley General de Contabilidad Gubernamental que propuso el presidente Calderón con carácter de preferente, las autoridades locales se supone que tendrían mayores controles a fin de evitar conductas irresponsables en el ejercicio del gasto. Por muchos años, una buena parte de los municipios del país han abusado de la libertad de administración de su hacienda, la cual está consagrada en la fracción IV del artículo 115 constitucional. Así, el municipio libre muy fácilmente cae en el libertinaje y hace suyo el “sentido” grito lopezportillista de: “¡Ya nos saquearon, México no se ha acabado! ¡No nos volverán a saquear! ¡Viva México!”. Y la historia se repite…
En el fondo, el asunto de las finanzas públicas nacionales refleja problemas estructurales tanto políticos como fiscales. Políticos porque no existen, o hasta la fecha no han existido, mecanismos funcionales para un ejercicio presupuestal transparente y efectivo que no sólo maximicen la eficiencia de los fondos públicos, sino que también eleven su impacto económico. A nivel estatal siguen dominando los fondos recaudados por el gobierno federal y ese desempate entre lo recaudado y lo gastado es la principal fuente de la pobre administración estatal y municipal. El hecho de que los estados se puedan endeudar para gastar el dinero hoy y que sus sucesores paguen es una demostración clara de la falta de estructuras institucionales susceptibles de conducir al desarrollo del país.
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