La pregunta tradicional que antes se hacían los politólogos era ¿quién se queda con qué, cuándo y cómo? El enfoque economicista partía del principio que el desempeño económico tenía un impacto directo en las expectativas de los electores y eso permitía desarrollar modelos de predictibilidad del comportamiento electoral. Detrás de esos modelos yace una premisa que hace tiempo dejó de ser válida: suponen un orden y actúan bajo el principio que éste es permanente.
En un entorno muy distinto, al ser invitado a presenciar la elección presidencial de 1960 en EUA, le explicaron a Vicente Lombardo Toledano que esa era la primera vez que se emplearían computadoras para el proceso electoral y eso permitiría conocer al ganador en la tarde de ese mismo día. Lombardo, un viejo lobo de la política mexicana, respondió que “esto no es nada; en México lo sabemos seis meses antes”. La premisa era la misma: el orden es inmanente, indisputable.
En ambas instancias, el supuesto de un orden permanente y predecible desapareció.
Luego de la debacle financiera de 2008, algunos analistas comenzaron a hablar de una “nueva normalidad”, sugiriendo que habíamos pasado de un umbral a otro, pero que el nuevo sería sostenible, así fuese, en ese caso en términos económicos, menos benigno. Todo mundo busca retornar a una semblanza de orden porque éste permite estabilidad y algún grado de predictibilidad. Las personas, las familias y los países lo añoran y se apegan a lo que ofrece una semblanza de orden. Lamentablemente, si uno observa el mundo a nuestro derredor, todo sugiere que estamos entrando en una era de desorden a escala mundial. Inexorablemente, México será parte de esa vorágine, en ocasiones protagonista.
Las noticias de los últimos tiempos muestran un grave deterioro del orden que se gestó luego de la segunda guerra mundial y, admirablemente, después del colapso del Muro de Berlín. Las hordas migratorias que acosan las costas de Europa, el resurgimiento de movimientos nacionalistas en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y, en general, en la mayor parte del mundo desarrollado sugieren un rechazo al orden internacional existente, en buena medida porque existe la acusada percepción en esas naciones que los beneficios han ido a parar a otros países. Cada caso es distinto, pero el común denominador es claramente la sensación de que les están arrebatando ventajas a los antes ganadores. Esta semana, el Reino Unido enfrenta una gran decisión en esta materia.
El referéndum británico responde a un clamor, antes de la izquierda, hoy concentrado en la derecha, por el retorno de las facultades de decisión al país. Para muchos británicos, la Unión Europea (UE) ha capturado demasiadas atribuciones que deterioran la calidad de vida de sus habitantes; en particular, rechazan dos factores: la libertad de tránsito para potenciales migrantes que han acabado “inundando” a Inglaterra, uno de los países más atractivos para personas que huyen de sus países natales por el dinamismo de su economía y apertura de sus instituciones. Por otro lado, las facultades que han asumido las instancias judiciales europeas son percibidas por los ingleses como aberrantes y excesivas. De una u otra forma, estos elementos disruptivos han acabado poniendo en jaque la funcionalidad de los beneficios económicos que deriva el Reino Unido y que, sin duda, en términos objetivos, son superiores a los costos. Sin embargo, en percepciones no hay reglas y los creyentes en los maleficios han ido ganando terreno.
La decisión que tomen los británicos es suya, pero sus consecuencias podrían ser dramáticas. No es casualidad que personalidades estadounidenses y europeas de primer nivel, de Obama hacia abajo, hayan intentado sesgar el resultado a favor de quedarse en la UE. Lo evidente es que esa decisión podría detonar un proceso de desmadejamiento no sólo de la propia UE, sino de todo el orden construido en la posguerra y que tanto bien le ha hecho a la humanidad en términos de crecimiento económico, estabilidad y paz. Los propios estadounidenses perciben que su estabilidad, sobre todo en un momento electoral tan complejo, podría verse seriamente alterada.
Aunque distantes del foro europeo, nosotros podríamos vernos severamente afectados por el desenlace. La masacre de Orlando hace unos días inevitablemente fortalece a los “duros”, en este caso a Trump, al igual que el aislamiento inherente a los proponentes del llamado Brexit. Esto sugiere que los próximos meses serán por demás riesgosos para México: cada vez que suban los bonos de Trump, los nuestros se verán afectados tanto en los mercados financieros como en el tipo de cambio. Peor, dada nuestra debilitada situación fiscal, nos encontramos en una situación de extrema vulnerabilidad.
El mundo de hoy es por demás convulso y complejo; no hay forma de evitar que sus beneficios se concentren o que sus perjuicios nos afecten. Lo urgente es pragmatismo; lo disponible es un nacionalismo vano y retórico. Lamentablemente, como gobierno y sociedad, hemos supuesto que podemos abstraernos de lo que ocurre afuera y pretendido que, siguiendo dogmas agotados, vamos a llegar al desarrollo. Los próximos meses pondrán esa premisa severamente a prueba.
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