En una sesión extraordinaria –no por sobresaliente, sino por atípica—, celebrada al mediodía del pasado 26 de octubre, el Congreso de Guerrero designó a Rogelio Ortega como sustituto de Ángel Aguirre en la gubernatura de dicha entidad. Ortega, ex secretario general de la Universidad Autónoma de Guerrero, ocupará el cargo hasta que los guerrerenses elijan en las urnas a su sucesor constitucional en los comicios del 7 de junio de 2015. Lo preocupante del asunto fue que el flamante gobernador interino declaró como su prioridad dar con el paradero de los 43 desaparecidos forzados de Ayotzinapa, es decir, se asumió en funciones de ministerio público federal y no de gobernador. En este sentido, el proyecto de gobernabilidad del nuevo Ejecutivo guerrerense brilla por su ausencia. Esto, en buena medida, ha sido solapado por el paternalismo renaciente que ha propiciado el actual gobierno federal ante cada crisis local con el potencial de mancillar la imagen de prosperidad y tranquilidad que la administración Peña ha pretendido cubrir con el maquillaje del “no pasa nada”. Así, Aguirre se ha ido, eso sí, sin responder a cuestionamiento alguno, sin asumir ninguna responsabilidad, y protegido por el potencial halo de la impunidad y el olvido. Entonces, ¿para qué llegó Ortega? Lo más probable es para que las cosas sigan igual.
Para muestra, un botón. Unos días después de la llegada de Ortega a Chilpancingo, el 29 de octubre, el cabildo de Iguala designó a Luis Mazón –suplente del munícipe prófugo, José Luis Abarca, en la planilla electoral de 2012 y hermano de Lázaro Mazón, ex secretario de Salud de Guerrero y presunto favorecido por MORENA para ser su próximo candidato a la gubernatura—, como presidente municipal. En cuestión de horas, Mazón tomó protesta y luego pidió sorpresivamente licencia al cargo. Tan graves son las desapariciones forzadas, abusos de poder y ejecuciones criminales en Guerrero y en prácticamente todo el país, como las decapitaciones políticas “a troche moche”, las cuales asemejan una suerte de “cacería de brujas” perpetrada por las mismas “brujas”. Ambos fenómenos denotan una crisis profunda del Estado mexicano y tienen un común denominador: la desconfianza derivada de la ausencia de pesos y contrapesos que limiten el potencial de abuso. Se van unos para permitir la entrada de otros que, muy posiblemente y con el transcurrir del tiempo –años, meses e incluso horas—, acabarán bajo el escarnio, la sospecha y el desprestigio. Por último, los más afortunados (e influyentes) se escudarán en la impunidad y el olvido para volver a la escena como si nada hubiera sucedido.
La reciente acumulación de episodios de ingobernabilidad e impunidad abona a las tácitas sospechas que han existido por muchos años, tal vez décadas, acerca de la infiltración y colusión de las autoridades formales no sólo por la delincuencia organizada, sino por intereses mezquinos que, sin ser propiamente criminales, no representan del todo al interés común de la nación. Por otra parte, las distintas acusaciones de los partidos y el reparto forzado de responsabilidades donde todos son presuntos culpables e indignados inocentes a la par, dejan un mal sabor de boca a la ciudadanía. En medio de un clima de frustración colectiva, México está a poco más de ocho meses de encarar un proceso electoral federal y diecisiete comicios estatales. Los partidos políticos llegan con un prestigio más manchado que nunca en el periodo de la maltrecha e inacabada transición democrática. El gobierno federal ve desmoronarse su idilio de perfección ante una realidad cada vez más cruda. En tanto, los ciudadanos se sienten desde impotentes hasta cómplices, desde frustrados hasta enardecidos. Lo grave de este contexto es que la imaginación por hallar soluciones a la presente crisis del Estado está agotada.
Cambios vienen y van, pero la visión sigue siendo la misma. Salvo en instantes de extrema crisis –ni siquiera de crisis llana como ha vivido el país por décadas, tal vez siglos—, los distintos actores del Estado tienden a “nadar de muertito”, conducidos por la marea de la realidad que los hace navegar, pero que, en cualquier momento, los puede revolcar. Urge una estrategia y esto plantea preguntas de muy compleja respuesta: ¿cuál?; ¿quién o quiénes deben tomar la iniciativa?; ¿quién la va a articular? Sin embargo, la interrogante más angustiante es: ¿puede generarse un cambio real en un entorno de desconfianza como el que viven Estado y sociedad en México?
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org