El “nuevo” PRI: volver al futuro.

Presidencia

Durante los primeros días de marzo, el Partido Revolucionario Institucional llevó a cabo su XXI Asamblea Nacional. Con una presencia de delegados sin precedente (alrededor de 1,500), el evento tuvo como principal protagonista al presidente Enrique Peña, lo cual representó la inauguración formal del nuevo ciclo priista en el gobierno. Tras doce años de administraciones presidenciales panistas, donde el PRI vio trastocada su estructura al perder a quien de manera coloquial se le denominaba “el primer priista del país”, ahora regresa la brújula al partido desde Los Pinos. La figura del mandatario no sólo fue incorporada a los órganos de decisión del instituto político –el Consejo Político Nacional y la Comisión Política Permanente—, sino que también se ha erigido como quien determinará la agenda, no sólo del Ejecutivo Federal, sino del Congreso, en especial de cara a los (supuestamente) ambiciosos proyectos de reforma fiscal y energética. En apariencia, la restauración del presidencialismo al estilo del régimen previo a la transición democrática –o tal vez el regreso sea todavía más hacia el pasado o a un nuevo estadio que lo supere—está a todo vapor.
Tras los resultados de la Asamblea, el presidente del PRI, César Camacho, ponía énfasis en que Peña Nieto sólo sería un miembro más de sus órganos de dirección y decisión. Algunos analistas han marcado esto como el fin de la “sana distancia” entre gobierno y partido en el gobierno, la cual habría sido marcada durante la gestión de Ernesto Zedillo. No obstante, esa “separación” ya se había desdibujado desde antes del regreso del PRI a la Presidencia; también hay que reconocer que Zedillo era un caso de priista atípico.
Dada la estructura interna del Partido Acción Nacional, los presidentes emanados de sus filas eran parte de su Consejo Nacional. Ahora bien, con el PAN pasaba algo que lo distinguió del modelo priista en cuanto a la relación partido-gobierno. Ciertamente, tanto Fox como Calderón ejercieron su influencia para impulsar, por ejemplo, a los dirigentes nacionales panistas, desde Manuel Espino, pasando por Germán Martínez y César Nava. No obstante, la dinámica orgánica del PAN hizo que ese poder no se tradujera en una cooptación íntegra del partido. De hecho, ninguno de los mandatarios panistas fue capaz de “imponer” a sus respectivos favoritos (Santiago Creel y Ernesto Cordero) para sucederlos en el cargo. La paradoja es que los presidentes panistas tuvieron poca influencia en la nominación de candidatos pero fueron pésimos, sobre todo Calderón, para fortalecer a su partido como entidad gobernante, susceptible de trascenderlo.
En cambio, la misma naturaleza del PRI sí hace del jefe del Ejecutivo Federal su guía y mentor: dicta la agenda legislativa, promueve cuadros partidistas, hace y deshace estatutos y programas de acción y, cuando menos hasta 1988, determinaba con éxito quien lo relevaría en la silla presidencial. No cabe duda que Peña Nieto es un hombre de poder, algo casi desconocido en la presidencia desde 1994.
Enrique Peña ha ido atando los cabos sueltos de una presidencia debilitada. En teoría, dicho debilitamiento de la otrora omnímoda figura del “primer mandatario” implicaría el fortalecimiento de un sistema de pesos y contrapesos sustentado en la relación entre los tres poderes de la Unión. En la realidad, sólo pareció traer caos y ausencia de rumbo en el sistema político. Hoy, la administración peñista ha ido tejiendo una red de gobernabilidad con hilos políticos estratégicamente colocados que van desde el Pacto por México –para comprometer y, en la práctica, dividir a la oposición—, pasando por la toma del control de su partido, hasta la transmutación del “te lo firmo y te lo cumplo” hacia el “sobre advertencia no hay engaño”. Sin embargo, ¿en verdad será posible un ejercicio de gobierno similar al de los tiempos del autoritarismo? ¿Estará México entrando en un péndulo entre democracia-caos y autoritarismo-orden, o eventualmente el país será capaz de crear un sistema eficiente de pesos y contrapesos. Sólo el tiempo –con un poco de ayuda de las maltrechas instituciones, la oposición y, en particular, de la sociedad—lo dirá. Mucho va de por medio en estas conjeturas.

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