A pesar de que ya se han presentado los primeros desafíos (y tropiezos) para el gobierno de Peña Nieto, continúa la percepción generalizada de que su gobierno sigue caminando de forma firme. Ello puede deberse en gran medida a que su principal apuesta política –El Pacto por México- siga en pie. El acuerdo hizo bien en recordar la urgencia de otros temas además del combate a la delincuencia, y armonizar las voluntades de las distintas fuerzas políticas del país para atenderlos. Sin embargo, por atractivo que pueda parecer como estrategia política, lo que se debe priorizar son los contenidos. Por ello, no está de más alertar sobre la posibilidad de que la función del Pacto se distorsione y, en lugar de ser un medio, se convierta en un fin.
Propiciar un compromiso entre los partidos políticos puede interpretarse como un intento del Ejecutivo para presentarse como un gobierno incluyente, por medio del cual se descarta la imposición como línea de acción, y se opta por el acuerdo como el camino idóneo para lograr resultados. Los tópicos que fija en la agenda son variados; están temas que no presentan dificultades para generar consenso, pero hay otros mucho más controvertidos (la reforma energética, fiscal o de telecomunicaciones). Ante este escenario ¿es posible que el pacto permanezca una vez que se debatan temas polémicos? La sola discusión de la reforma energética no parece ser un momento del cual el acuerdo pueda salir ileso. La continuación del compromiso para legislar y la elaboración de reformas, en el sentido que planteará el Ejecutivo, aparentan ser incompatibles. ¿Está el Pacto por México condenado al fracaso?
El riesgo consiste en la posibilidad de que el anhelo por conservar el acuerdo político (para evitar el primer gran “fracaso”) distorsione el fin del Pacto y se termine por priorizar su continuación sobre la calidad de las reformas. De darse este escenario, la principal virtud del mismo –ser un instrumento construido a partir de la pluralidad- se convertiría en el grillete que le impida alcanzar sus objetivos. Así, por no romperlo, se corre el riesgo de generar reformas superficiales y, por ende, poco efectivas –como ocurrió con la “reforma” educativa. Esta reforma, a pesar de sus aspectos destacables (y los dichos oficiales) dejó intactos los contenidos educativos y, por lo tanto, su capacidad para llevar a México a los primeros lugares de los rankings en calidad educativa será mínima. El asunto entonces radica en cómo debe medirse el éxito del Pacto. Si el parámetro consiste en sólo llevar los temas a la mesa de debate, ¿no hubiera sido suficiente con hacer uso de la iniciativa preferente? El éxito del acuerdo debe basarse no sólo en el número de reformas que facilite, sino de forma principal por la calidad de dichas reformas.
Que el presidente haya decidido no presentar iniciativas preferentes en este periodo legislativo, sirve como indicador para medir cuánto le está apostando a los alcances del Pacto. A mediano plazo, se podrá determinar la conveniencia de haber decidido vincularse con otras fuerzas políticas para establecer una agenda común. De entrada, que el acuerdo logre superar las discusiones de temas controvertidos se ve muy difícil. Así, si se asume la disolución del compromiso político como algo seguro, queda pendiente determinar cuáles podrán ser sus posibles efectos sobre los pactantes. ¿Quién saldrá más dañado, el Ejecutivo o los partidos políticos? Mientras tanto, el Pacto debe limitarse a servir como facilitador de reformas, pero nunca como una prioridad en sí. Si se llega a un punto en el cual se debe elegir entre el Pacto o las reformas necesarias, no se debería dudar en apostar por las segundas.
Un pacto es un instrumento político que tiene viabilidad mientras resuelve problemas y sirve a los intereses de las partes. El riesgo es que se convierta en una “camisa de fuerza”. La oportunidad es que sirva como elemento de interlocución, sin que obligue a los partidos a un voto específico, pues eso crearía dos posibles perversiones: una dilución de las reformas, con el consiguiente impacto en las tasas de crecimiento de la economía, o un rompimiento de los acuerdos, con el consecuente retorno de la polarización, incluyendo el incentivo para el retorno de los “duros” al control del PAN y del PRD. Claramente, este será un asunto que obligue al presidente a definirse.
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