El pasado

PAN

Quizá el error más costoso y perdurable del presidente Fox fue su impericia parar lidiar con el pasado. Todos los países tienen un pasado, pero pocos son buenos para lidiar con él, construir sobre él y evitar que, en lugar de sustento, se convierta en un fardo. México no ha logrado ese acto de prestidigitación. Todo en la política mexicana se remite al pasado, pero nunca de una manera constructiva. La reciente contienda electoral tuvo más que ver con el pasado —es decir, con una serie de interpretaciones equívocas y peculiares, por no decir voluntariosas, sobre lo que fue— que con la resolución de su ominoso legado: desigualdad, desempleo, expectativas cuatropeadas e incertidumbre.

La verdad es que son excepcionales las naciones que han sabido manejar su pasado y los fantasmas que de éste derivan. La carga del pasado suele ser tan abrumadora que acaba siendo el factor dominante en la vida política, sobre todo cuando los políticos lo reclaman —y usan— para impulsar sus nimiedades. El uso arbitrario y conveniente del pasado permite atizar un nacionalismo excluyente y xenofóbico que es no sólo incompatible, sino contradictorio, con la democracia. Quizá no sea exagerado afirmar que una democracia no puede madurar, ni mucho menos prosperar, mientras no resuelva esos fantasmas.

El fenómeno no es exclusivo de México. El pasado es un fardo en numerosos países, sobre todo en aquellos que no han tenido la habilidad para manejarlo y convertirlo en un fundamento positivo, constructivo y propiciatorio de la unidad nacional. Un ejemplo dice más que mil palabras. Hace algunos años, en un acto conmemorativo de la batalla de Gallipoli (1915-16), se reunieron sobrevivientes australianos y turcos en el lugar de la encarnizada lucha. Los organizadores de la celebración tenían por objetivo pintar una raya respecto al pasado en pos de un futuro mejor. El libreto que se había preparado convocaba a dos sobrevivientes, uno australiano y otro turco, ambos apostados en el mismo lugar donde habían estado al inicio de la batalla en esa playa ensangrentada, para que, vestidos con el uniforme de entonces, avanzaran hacia el centro del terreno y ahí, en un acto simbólico, intercambiaran prendas como una forma de concluir la odiosa historia. Al acercarse a la línea divisoria, el australiano comenzó a desabotonar su túnica, el turco se quitó el quepís y, con una cara de odio y rechazo, lo aventó al suelo, dio la espalda a su otrora contrincante, volvió sobre sus pasos y, con una voz venida del alma, gritó ¡jamás!

El peso del pasado puede ser tan apremiante que impida el desarrollo de una nación. Basta observar cómo los odios derivados del pasado más o menos reciente paralizaron al país: el primer gobierno panista no pudo vivir sin denunciar al PRI; valieron más décadas de odios acumulados que un cambio radical en la política nacional. Por su parte, el PRD vive por y para el pasado, tratando de restaurar una era que idealiza independientemente de que ésta, en sentido estricto, nunca existió. El PRI no tiene más que una referencia histórica porque parece incapaz de articular una postura hacia el futuro. La combinación de esa ausencia colectiva de visión paralizó al país en este sexenio, cancelando la oportunidad histórica de lograr la famosa transición pacífica que todo mundo anhelaba. El pasado probó ser demasiado poderoso.

El presidente Fox no supo cómo enfrentar el pasado y acabó empantanado. Incapaz de decidirse sobre cómo lidiar con el PRI y el pasado, atrofió a su gobierno y atizó los odios entre los partidos políticos. Independientemente de las razones, motivaciones o habilidades de los responsables de ese proceder, no cabe la menor duda que el pasado probó ser tan divisorio que nadie pudo escapar de sus efectos perniciosos. En lugar de invocar el pasado como referencia de nuestra grandeza histórica, el gobierno y el congreso lo convirtieron en la razón de ser de sus posturas, en la esencia del debate sobre el futuro. Esa no es la forma de bregar con problemas contemporáneos y críticos para el futuro como la globalización, la pobreza, la desigualdad y el desarrollo de millones de pujantes empresarios.

Muchos perredistas creen fervientemente que el problema político de fondo es la inexistencia de un cambio verdadero, que PRI y PAN son indistinguibles y, por lo tanto, sólo un gobierno emanado de su partido podría remontar los odios y construir una genuina democracia. Más allá de la veracidad de sus premisas, se puede argumentar exactamente lo contrario: primero, que PRI y PAN son tan diferentes como sus respectivos legados y, en ese sentido, el pasado probó ser un fardo inasible; y, segundo, que un gobierno emanado del PRD podría parecerse tanto a los antiguos regímenes priístas que igual estaríamos ante una restauración autoritaria. La cuestión no es ponerle etiquetas a los gobiernos, anteriores o futuros; más bien, lo que resulta evidente de estos últimos años es la imposibilidad de salir adelante mientras no se resuelva el pasado.

La pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos, comenzando por los políticos, es cómo vamos a aceptar el pasado —tal como es, sin adjetivos— para comenzar a enfocarnos hacia el futuro. Cada quien tiene el absoluto derecho de interpretar el pasado como mejor le plazca, pero el foco de atención debe ser el futuro. Disputar el pasado constituye no sólo una pérdida de tiempo, sino una fuente de querella permanente en una sociedad que demanda y le urge construir con miras hacia adelante para salir del hoyo en que estas disputas nos han metido.

El presidente Fox fue incapaz de pintar una raya respecto al pasado. Pudo haber negociado una amnistía con el PRI —amnistía no sólo en un sentido legal respecto a cualquier cargo que se le hubiera podido fincar a los miembros de ese partido, sino también en términos morales y políticos—, para construir juntos un futuro del que todos los mexicanos se sintieran no sólo orgullosos, sino partícipes. Ese fracaso hace tanto más difícil un segundo intento, pero no por ello es menos necesario. Ignoro si el país requiere de un gobierno perredista para romper con el círculo vicioso, uno priísta que enfrente sus propios traumas u otro panista que sí entienda el problema. Lo obvio es que no habrá ninguna salida mientras el pasado no quede ahí donde le corresponde: en la historia.

Superan a Kafka

Ni a la burocracia estalinista más encumbrada se le pudo ocurrir un sistema de marcación telefónica tan obtuso, poco amigable para el usuario e innecesariamente complicado como el que aprobó Cofetel y la SCT. Seguimos avanzando.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.