El riesgo de balcanización

Derechos Humanos

Mientras que el país se ha venido consumiendo en un conjunto de monólogos prejuiciados, mentirosos y en buena medida autocomplacientes en temas como los de la reforma fiscal y los indígenas, la verdadera revolución -y riesgo- que le está sobrecogiendo se encuentra en otro lugar: en la rápida descentralización que éste experimenta. La discusión sobre la autonomía de las comunidades indígenas entraña oportunidades evidentes de desarrollo, pero también el enorme riesgo de que el país se parta en pedazos. Lo mismo ocurre con lo que respecta al gasto público, el cual se transfiere en una cada vez mayor proporción a estados y municipios. En concepto, tanto el fortalecimiento fiscal de los estados como su creciente autonomía representan posibilidades de transformación política y económica; pero el riesgo de balcanización, de fragmentación del poder, también está ahí.

El problema de fondo reside en una especie de revancha contra el centralismo histórico del sistema priísta. Del centralismo sofocante, estamos pasando a la descentralización total. En concepto, la noción de que los estados y municipios decidan dónde y cómo gastar los fondos públicos tiene todo el sentido del mundo. A final de cuentas son estas instancias de gobierno las más cercanas a la población y no hay razón para pensar que el gobierno federal tiene una mejor noción de cómo promover el desarrollo que las autoridades locales. Sin embargo, en el momento actual, no contamos con una estructura de rendición de cuentas o de responsabilidades que garantice el buen uso de los recursos o que fortalezca la integración nacional. El riesgo de balcanización es real y no debería ignorarse por consideraciones viscerales de una historia saturada de injusticias y abusos.

Aunque el debate en torno al IVA y otros cambios propuestos por el ejecutivo ha dominado el debate público, la verdadera revolución fiscal no se encuentra en el lado del ingreso gubernamental (los impuestos), sino en el del gasto. Es ahí donde el país experimenta una transformación con profundas consecuencias políticas. El cambio no es nuevo; de hecho, lleva años cobrando forma y se ha acelerado en los últimos tiempos.

Hasta hace unas tres décadas, una abrumadora proporción del gasto público era totalmente discrecional. El gobierno federal contaba con enormes “bolsas” de recursos que asignaba a sus proyectos prioritarios. En la mayoría de los casos, esos proyectos constituían verdaderas prioridades que podían ir desde la electrificación de una determinada región del país o la construcción de grandes proyectos de infraestructura de un solo jalón. Pero el manejo discrecional de los recursos tenía también su lado obscuro: el gobierno igual podía premiar a sus gobernadores favoritos o castigar a sus detractores, así como destruir cualquier viso de oposición.

El centralismo era real y se ejercía con mano firme y sin titubeos. Los gobernadores se dedicaban a cabildear con la burocracia federal y con frecuencia se veían sometidos a toda clase de abusos y humillaciones por parte de funcionarios de quinta del gobierno federal. No era raro encontrar a dos o tres gobernadores haciendo antesala en oficinas menores de las secretarías de estado dedicadas a la distribución de los dineros públicos. Si uno quiere buscar las causas de la revancha que en los últimos años ha animado a los partidos políticos y a los gobernadores, no tiene más que recurrir a esa historia de abusos para encontrarlas.

Pero la historia de los últimos veinte o treinta años es igualmente importante. A lo largo de este periodo, el gobierno federal se profesionalizó y el gasto comenzó a estructurarse en forma tan apretada que los rubros de gasto se convirtieron en verdaderas camisas de fuerza. Aunque sin duda siguió existiendo algún grado de discrecionalidad, uno de los verdaderos éxitos de la tecnocracia fue el etiquetar todos los recursos fiscales y el hacerlos transparentes. Los responsables del gasto dejaron de ser “hadas madrinas” capaces de hacer milagros porque ya no tenían bolsas interminables de recursos a su disposición. En la actualidad, cerca del 70% de todo el gasto federal programable tiene un destino previamente definido y se transfiere directamente a los estados sin que medie una negociación anual. Lo anterior ha permitido a los gobernadores saber con precisión los montos de recursos que recibirán año con año. La necesidad de mendigar cada quinto ha comenzado a desaparecer.

Al gobierno federal le tomó treinta años aprender a gastar los dineros públicos de una manera más o menos profesional. Los candados que hoy existen fueron cobrando forma a lo largo de años de negociaciones y altercados dentro del propio gobierno, pero sobre todo de su interacción con los gobernadores y partidos, así como con los diversos grupos de interés en el país. Si bien los criterios de asignación del gasto por parte de la burocracia federal pueden (y deben) ser impugnados, la noción de que todo va a ser mejor si se debilita esa estructura o si se transfieren más recursos a los estados es sumamente peligrosa.

La etiquetación de fondos presupuestales a partir de los ochenta fue una respuesta a los abusos y corruptelas de los años anteriores. Aunque la corrupción no desapareció por el hecho de que el destino de los fondos se definieran con antelación, ésta se tornó mucho más evidente y mucho más difícil de ocultar. Los problemas saltaron a la vista, sobre todo en los estados, donde con frecuencia los mecanismos de rendición de cuentas eran incluso más débiles que los presentes en el ámbito del gobierno federal. Un ejemplo en materia de recaudación ilustra más que mil palabras: el IVA es un impuesto que originalmente se recaudaba a nivel estatal; sin embargo, a partir del inicio de los noventa, el impuesto se federalizó en su recaudación, dentro del marco de los acuerdos de coordinación fiscal que garantizaba que esos mismos recursos serían devueltos a los estados. El objetivo era mejorar la recaudación y, sobre todo, la capacidad de fiscalización. La sorpresa fue mayúscula cuando al introducir el nuevo esquema los recursos recaudados en algunos estados aumentaron varios cientos de veces. Es decir, al federalizarse la recaudación se evidenció que muchos gobernadores simplemente se robaban el dinero recaudado a través del IVA a nivel estatal. Este ejemplo sugiere al menos una vertiente de la problemática que podría llegar a presentarse de seguir la tendencia que hoy se empieza a vislumbrar.

Si uno compara la estructura del gasto del gobierno mexicano con la de otros países, el centralismo fiscal de antaño ya no existe. Hoy en día, el gobierno mexicano no es más centralista que la mayoría de los países de América Latina. Sin embargo, la nueva consigna parece ser la de transferir todos los recursos adicionales del gobierno federal hacia los estados y municipios. La pregunta es cuál será la consecuencia de seguir por ese camino.

Hay dos temas que es necesario contemplar. Por un lado, las consecuencias financieras de la transferencia de montos adicionales de recursos de la federación a los estados. Por el otro, las consecuencias políticas. Las consecuencias financieras son de dos tipos: el primero implica la posibilidad de retroceder décadas en materia de corrupción y asignación eficiente de recursos. La mayoría de los estados no tiene los medios para decidir el mejor uso de los recursos. Por supuesto, esa capacidad se puede desarrollar -en los estados y en el Congreso federal- y seguramente así ocurrirá a lo largo del tiempo. Pero la otra consecuencia financiera no es menos importante e implica que todas las prioridades de desarrollo pasarán a ser locales, en lugar de ser nacionales. Esto es, el hecho de transferir recursos a los estados puede cancelar la posibilidad de perseguir objetivos nacionales de desarrollo. Con un país caracterizado por brutales contrastes regionales en sus niveles de desarrollo, este camino no augura buenos resultados: los estados ricos se van a enriquecer y los pobres se van a rezagar todavía más. Además, es de esperarse que los estados ricos desarrollen mejores habilidades para asignar sus recursos, lo que va a acentuar las desigualdades existentes.

Por el lado político, las consecuencias son igual de significativas. En primer lugar, es raro el estado en que exista una estructura social y política que permita exigirle cuentas a los funcionarios públicos. Si esto es difícil, prácticamente imposible, a nivel federal, se trata de un mero sueño a nivel estatal. El riesgo de acentuar la corrupción es real. Pero mucho más grave es el riesgo de división del país. Una vez que los gobernadores se percaten de que los dineros son suyos, muchos de ellos comenzarán a adoptar actitudes autonómicas, cuando no independentistas. Algunos estados seguramente comenzarán a desarrollar tendencias hacia el fortalecimiento regional, en desprecio de un pacto federal más amplio. ¿Por qué apoyar el desarrollo de Chiapas, podrían comenzar a argumentar los habitantes de algún estado norteño, si las carencias locales siguen siendo agudas? Seguramente no pasaría mucho tiempo antes de que se comenzaran a fracturar los convenios de coordinación fiscal, diluyendo la fortaleza de las finanzas públicas al nivel del gobierno federal.

La idea de descentralizar el gasto es intrínsecamente buena. Pero es imperativo que ésta siga dos criterios que, al calor del debate político, con frecuencia se pierden de vista. Uno es que es necesario encontrar un equilibrio entre las prioridades nacionales y los legítimos derechos de la población a nivel estatal y municipal. Los recursos una vez transferidos se convierten en derechos adquiridos, razón por la cual sería deseable debatir dónde se encuentra el balance apropiado antes de crear un hecho consumado. Por otro lado, la única manera de garantizar el buen uso de los recursos es creando pesos y contrapesos. Los recursos federales no entrañan costo alguno para los gobernadores, toda vez que no entrañan una negociación con su ciudadanía. En lugar de transferir tantos recursos sin más, el gobierno federal podría emplearlos para incentivar la recaudación a nivel local.

Se puede especular sobre los riesgos de balcanización tanto como uno quiera. Algunos aceptarán algunos riesgos y no otros. Sin embargo, lo importante del tema no reside en la verdad de la especulación, sino en el reconocimiento de que existen riesgos en el camino que estamos emprendiendo. En lugar de dilapidar tiempo y recursos en monólogos prejuiciados, valdría la pena iniciar un verdadero debate sobre las implicaciones de la descentralización del gasto público y las mejores maneras de atajarlas.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.