En su sesión del pasado 2 de julio, justo a un año de las elecciones presidenciales donde Enrique Peña se alzó con la victoria, el Consejo General del IFE aplazó la discusión de las multas resultantes de los dictámenes presentados por la Unidad de Fiscalización sobre los ingresos y gastos de las campañas políticas de los comicios federales de 2012. De acuerdo con dichos documentos, se vislumbraba la imposición de sanciones a los distintos partidos políticos por alrededor de 394.3 millones de pesos, derivadas de la comisión de irregularidades de diversa índole. Más allá de las multas que se prescriban y, por supuesto, de la polémica generada por los criterios aplicados para determinarlas, se va a cuestionar (otra vez, aunque no sin motivo) el régimen de fiscalización de las campañas políticas mexicanas. En virtud de lo anterior, tal vez sea una buena oportunidad para (re)plantear reglas menos sofisticadas, pero mucho más efectivas y equitativas.
La reglamentación actual es inoperante en una democracia sana porque es una puerta al uso inequitativo de los recursos públicos, en particular por la posibilidad totalmente legal del prorrateo de gastos (utilizada por el PRI con gran éxito, a fin de aligerar la carga contable sobre la campaña de su candidato presidencial, y repartirla entre sus aspirantes al Congreso de la Unión). Por otra parte, los partidos políticos valoran más el beneficio inmediato de invertir dinero al momento de la campaña –aunque rebasen los topes estipulados—, que el costo de la sanción que posteriormente se les imponga, más aún cuando ésta ocurre meses o años después de que el Tribunal Electoral validó la elección (y que, por consiguiente, no tiene efecto sobre el resultado de la propia elección). Basta ver cómo la multa millonaria que recibió el PRI tras las elecciones de 2000 por el “Pemexgate” –mil millones de pesos, la más alta en la historia—, no lo disuadió de reincidir, si bien con sus precauciones debidas (si acaso podría recibir una multa de aproximadamente 150 millones de pesos, bastante menor y con mejor balance costo-beneficio a la de hace una década).
En México, verificar el gasto en campañas no es nada sencillo, pues es difícil distinguir cuándo un evento, panfleto o artículo de parafernalia beneficia a uno o más candidatos. Ante esta situación, se estableció que los egresos se adjudicarían a las campañas mediante una regla mixta de prorrateo que asigna la mitad del monto en partes iguales a todos los beneficiados y la otra mitad según una regla que cada partido establece con antelación. Como consecuencia, los partidos que hayan leído con atención las reglas del juego, podrán beneficiarse de un buen equipo administrativo que establezca una fórmula de prorrateo favorable y que con inteligencia contable utilicen la proporcionalidad para repartir el gasto de entre muchos candidatos, aun cuando claramente el mayor beneficiario sea uno.
Por lo pronto, continuará el escándalo armado por la coalición de partidos de izquierda que postuló a la Presidencia a López Obrador, tras conocerse la posibilidad de sancionarlos por 145 millones de pesos dado el rebase a los topes de campaña del tabasqueño. De concretarse, la sanción a esos partidos –ya sin AMLO, por cierto—habrá sido producto del uso torpe del marco legal avalado por ellos mismos, y no tanto por una “injusticia”. Cierto, el esquema de escrutinio a los recursos electorales privilegia las habilidades contables y hace poco para garantizar campañas equitativas. No obstante, juzgar lo bien o mal que jugaron los partidos políticos bajo esta regla no es facultad ni del IFE ni de otra institución, pero sí lo es el diseño de las reglas que no por complicadas dejan de ser perniciosas.
El problema se complica si uno considera que los propios partidos han aprobado en el poder legislativo reglas para el financiamiento de las campañas que por ningún motivo pretenden cumplir. De esta forma, acabamos con un sistema híbrido de financiamiento (público y privado) y con reglas que hacen fácil ocultar el uso de los dineros, sus fuentes de recaudación y sus montos. En una palabra, el país padece todos los vicios: los de los sistemas electorales que dependen exclusivamente del financiamiento público (la mayoría de los europeos), aquellos que dependen (casi) exclusivamente del financiamiento privado (sobre todo Estados Unidos) y de un marco regulatorio que nadie pretende cumplir. Tiempo para simplificar las reglas y hacerlas transparentes: al menos eso permitiría saber quién financia a quién y por qué.
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