Concluyó el primer año del gobierno y ahora viene el momento de experimentar sus implicaciones y consecuencias. El dilema es claro: luego de mover las aguas, todos los incentivos del gobierno claman por restaurar la calma, apaciguar a los perdedores y agraviados y construir sobre lo existente. Ese lado del dilema grita por un tiempo de paz, tranquilidad y restablecimiento de relaciones afectadas en el proceso de reforma legislativa.
Por otro lado, en contraste con los países desarrollados, el proceso legislativo es apenas el inicio de la reforma. En una nación civilizada e institucionalizada, la disputa en torno a lo que se propone reformar se manifiesta en el contexto legislativo: es ahí donde todos los intereses presionan, juegan y procuran sacar ventaja. Pasado el proceso legislativo, todo mundo acata el resultado, le guste o no.
La situación es muy distinta en nuestro país, donde el fin del proceso legislativo marca apenas el inicio de la disputa. Los legisladores (y los pactistas) pueden treparse a las lámparas, pero en realidad su actuar no es más que abstracto, operando en la estratósfera. La verdadera batalla ocurre después de lo legislativo: en ocasiones en las calles, en otras en las luchas soterradas entre intereses que procuran avanzar, modificar o impedir el proceso de cambio. Las reformas tienen efecto luego de ese proceso político. La CNTE evidenció el caso con su movilización callejera inmediatamente posterior a la aprobación de la ley y fue a partir de ese momento en que comenzó la negociación real.
Desde esta perspectiva, el fin del primer año de gobierno dio lugar a la terminación del primer round de una pelea de quince. Los otros catorce determinarán el resultado.
Lo que viene tendrá dos entramados políticos distintos. Por un lado, el proceso mismo de implementación que, como ilustran los “logros” de la CNTE, es crucial para que las reformas propuestas avancen o queden paralizadas. Cada reforma entraña clientelas y afectados por lo que la dinámica política varía (no es lo mismo una empresa establecida que un grupo de presión). Por otro lado se encuentra la problemática que a mí me parece la central: ¿seremos capaces de crear el entorno necesario para que puedan ser exitosas las reformas, especialmente la que el gobierno ha identificado como medular, la energética?
Todo sugiere que hay dos componentes cruciales para el éxito de una reforma energética en un entorno de competencia brutal, producto de la llamada “revolución” que ha sobrecogido al sector y que implica que hay muchos proyectos con los que competirá México y pocos jugadores relevantes.
El primer componente tiene que ver con los factores técnicos que debe incorporar la legislación secundaria y que determinan la posibilidad de que se interese una empresa en participar en el mercado. Estos tienen que ver con la posibilidad de registrar las reservas como propias y la existencia de obstáculos (como requerimientos de contenido local, sociedad con Pemex o la participación del sindicato petrolero en las nuevas inversiones). En términos generales, si lo primero no es posible y lo segundo es una condición, los potenciales inversionistas no se interesarán.
Suponiendo que se resuelve satisfactoriamente el asunto técnico, el otro componente tiene que ver con la autoridad que será responsable de regular el funcionamiento de la industria. Esa autoridad sería responsable de contratos, supervisión, administración de las reservas y, en general, la regulación del mercado de hidrocarburos. Los países exitosos en esta materia son aquellos que han logrado consolidar una autoridad regulatoria fuerte, independiente y con una autonomía tal que goce de la confianza de los inversionistas. La reforma constitucional no creó una entidad fuerte para ello.
Esto último es un problema real. Si observamos al resto de la economía y la sociedad, hemos sido prácticamente incapaces de consolidar un sistema institucional de pesos y contrapesos, susceptible de lograr esa autonomía crucial. Con frecuencia hablamos con orgullo de instituciones como el IFE, la Comisión de Competencia, el IFAI o la Cofetel, pero la realidad es que cada que una de estas hace algo que molesta a los políticos, se desmantela su consejo y se elimina la fuente de molestia (como ocurrió en casi todos esos casos en 2013). Es decir, la autonomía dura sólo hasta que se ejerce de manera real. ¿Cómo, en este contexto, suponer que será posible lograrlo en energía?
Hay una razón de optimismo: hasta la década de 1990, los partidos políticos invertían más en los procesos post-electorales que en la campaña porque es ahí donde se negociaba. Hoy eso ya no es cierto. El avance ha sido real. Lo mismo puede ocurrir con la energía, pero no será fácil.
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