La promulgación de reformas ha sido uno de los distintivos durante los primeros meses de gobierno de Enrique Peña Nieto. Ahora bien, es indispensable no perder de vista la diferencia entre la firma de un decreto y su implementación. La etapa operativa de las reformas, es decir, aterrizar el marco jurídico a la realidad, comenzar a ver sus resultados y, finalmente, evaluarlos, es algo bastante más complicado que la nada sencilla negociación política propia del proceso legislativo. En el caso de México, esta complejidad se recrudece cuando baja la ley a nivel estatal. La llamada reforma educativa, promulgada por el presidente el 25 de febrero pasado, está encarando dicha problemática en los recientes conflictos entre las administraciones locales de Guerrero y Oaxaca, y las disidencias magisteriales en sus estados.
La beligerancia de los maestros de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores del Estado de Guerrero (CETEG) y de la Sección 22 del SNTE en Oaxaca no es sorpresiva, mucho menos cuando la reforma educativa los privaría (en teoría) de prerrogativas como permanecer inmunes tras una mala evaluación de desempeño, recibir su salario íntegro a pesar de pasar más tiempo en plantones, bloqueos y manifestaciones que en las aulas, o garantizar una plaza con el simple hecho de egresar de una escuela normal; lo atípico fueron las reacciones de los gobernadores Ángel Aguirre y Gabino Cué. Cediendo ante las demandas de los profesores, Aguirre respaldó una iniciativa para reformar la ley guerrerense de educación, la cual incluía postulados contrarios a la reforma federal y, por ende, a la Constitución. Cué casi hizo lo propio unos días después, pero lo pensó mejor y decidió intentar llevar algunos postulados de los maestros inconformes a la discusión de las leyes reglamentarias en el Congreso federal. Más allá de lo delicado que es que un gobernador avale lineamientos inconstitucionales –ya rechazados, por cierto, por los legisladores locales en Chilpancingo—, resulta relevante preguntarse, ¿qué está fallando a la hora de definir las responsabilidades de las distintas autoridades de cara a crisis como éstas?
El sui géneris federalismo mexicano ha permitido a estados y municipios comportarse de forma irresponsable en varios temas. Aún acostumbrados a (y cómodos con) la omnisciencia del gobierno federal, las autoridades locales carecen de incentivos para cumplir con obligaciones como la seguridad pública, la recaudación de impuestos y, en este caso, de la adecuada puesta en marcha de lineamientos constitucionales. Es inconcebible como un gobernador puede poner en jaque la implementación de una reforma necesaria y, al menos en el papel, virtuosa, con tal de “salvar el pellejo” políticamente o, incluso, de chantajear a la autoridad federal con la potencial pérdida de control sobre un conflicto. Asimismo, cabe señalar que todavía está pendiente la aprobación de las leyes reglamentarias de la reforma educativa. En ellas se estipulará, entre otras cosas, cuál sería la sanción para un docente reprobado en sus evaluaciones y si podría o no perder su plaza. Con esto en mente, aumenta el riesgo de “descafeinar” la reforma ante las presiones de cotos de poder locales. Por otra parte, el gobierno federal no está exento de responsabilidades. La inacción de la autoridad federal el pasado 22 de marzo durante el bloqueo a la Autopista del Sol, la cual es su jurisdicción, podría ser muestra de un gobierno temeroso de actuar cuando debe, con el peligro de “manchar” su imagen. En suma, si bien estamos viviendo una etapa de pactos y reformas, no queda claro aún que tengamos en verdad gobiernos responsivos y responsables.
Reformar implica afectar intereses. En países en que la existencia de una ley implica su adopción inmediata, la disputa se concentra en la discusión de la ley en el seno de poder legislativo. En sentido contrario, en países como el nuestro en que hay muchas leyes que decoran bibliotecas de abogados, lo que realmente cuenta es la adopción –la implementación- de las leyes. Es ahí donde comienza la batalla política porque es ahí donde tienen que deslindarse los intereses concretos. A diferencia de lo que dice la prensa que se regocija por el hecho de que se aprueban las reformas, el verdadero trabajo político –y la incertidumbre inherente al mismo- comienza luego de la aprobación legislativa. La historia de las reformas de este gobierno apenas comienza.
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