El debate sobre la Ley de Ingresos ha puesto de nuevo en evidencia el alejamiento de la clase política mexicana de la ciudadanía. Por un lado, hay quienes se oponen al alza de impuestos argumentando que va en contra de su misión histórica o que atenta a su futuro electoral. Del otro lado están los que afirman que oponerse a los impuestos es cuando menos una falta de valor político. Ambos dejan de lado el asunto que indigna a la población, el gasto.
En la medida en que la clase política se comprometa en un ejercicio del gasto responsable, los costos de imponer impuestos serían más manejables. Sin embargo, la pasarela de gobernadores pidiendo más recursos para el dispendio que les caracteriza, así como el “profundo” debate sobre la paternidad de la propuesta fiscal, no prometen acciones en esa dirección.
Por lo pronto, la ausencia de una reforma fiscal que aumente la base gravable y democratice el régimen demuestra que la clase política no ha desarrollado el sentido de urgencia que ameritaría la situación del país. La lógica de las discusiones, tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados, fortalecen la visión de que en México los contribuyentes cautivos sirven para pagar impuestos que permitan, a través del gasto, consolidar la informalidad y el clientelismo que hace posible, en parte, alcanzar el poder.
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