En su libro From Beirut to Jerusalem Thomas Friedman describe sus experiencias como corresponsal en la capital libanesa a la mitad de su guerra civil. En una escena especialmente vívida, mientras se escuchan explosiones de obuses y balazos a través de la ventana, la anfitriona en una cena pregunta sin el menor reparo si ¿cenamos ahora o esperamos a que cese el fuego? Lamentablemente para millones de empresarios y changarros mexicanos, el cese al fuego de los presidentes municipales parece nunca llegar.
Las empresas, sobre todo las pequeñas, viven una guerra de aniquilación y extorsión y no solo por parte de criminales; dadas las circunstancias, sería un alivio que la fuente del embate fuera solo del crimen organizado. Al menos así se podría esperar que, algún día, cuando la enésima estrategia gubernamental finalmente lograra un éxito, el abuso llegara a su fin. Lamentablemente, la gran mafia que enfrentan las tiendas, restaurantes, empresas y changarros en todo el país proviene de los municipios y delegaciones. Es ahí donde se gesta una verdadera guerra contra el empresariado.
Las empresas, tiendas y changarros son el blanco favorito de los presidentes municipales y delegados, quienes ahí ven una fuente inagotable de ingresos y mordidas. Como entidades soberanas tal y como lo establece el artículo 115 constitucional, los municipios cobran impuestos cada vez más creativos, envían inspectores para extorsionar a los propietarios y demandan contribuciones legales e ilegales de manera sistemática. El acoso es permanente e interminable. Parafraseando a Winston Churchill, nuestras autoridades locales ven a los empresarios, talleres y changarros como “un tigre depredador al que hay que matar o como la vaca a la que hay que ordeñar”.
La guerra contra las pymes es patética no sólo por el hecho de que merma, si no es que acaba con la economía de las familias que crean empleos y riqueza en cada localidad, sino porque impide que se logre la otra mitad de lo que Churchill dijo en esa frase: que esas autoridades no reconocen que se trata del caballo que jala la carreta del desarrollo. El sistema está diseñado para depredar, no para el crecimiento de la economía.
Según cálculos del INEGI y de entidades dedicadas a empresas pequeñas y medianas en la ONU, las empresas pequeñas representan la abrumadora mayoría de los empleadores (más del 90%) y más del 50% de la creación de empleos en el país, además de que han creado más del 65% de todos los nuevos empleos en las últimas décadas. Mientras que muchas empresas grandes elevan sus niveles de productividad de manera sistemática y desemplean gente, las empresas chicas -formales e informales- tienden a ser la principal fuente de nuevos empleos.
Con esto no pretendo argumentar que sea buena la baja productividad que caracteriza a una gran parte de las empresas pequeñas o que sea deseable la constante expansión del sector informal. Sin embargo, si uno se atiene a los hechos, lo que es indisputable es que sin este sector de la economía la mitad de la población del país estaría desempleada. En este sentido, es imposible ignorar su trascendencia política y social. De ahí que sea tanto más preocupante la guerra que han desatado los delegados y presidentes municipales contra estos empresarios.
La guerra cobra distintas formas. Comienza con la famosa “permisología”, el interminable número de trámites que tiene que seguir una persona para establecer un taller, restaurante o empresa. Cada trámite viene acompañado de sus respectivas trampas, todas ellas diseñadas para obtener mordidas. Muchos establecimientos abandonan el proceso en el camino y muchos otros ni siquiera se molestan en intentarlo. La informalidad acaba siendo una opción pero sólo de manera temporal, pues, desde la perspectiva del delegado o presidente municipal, da igual si existe el permiso o no. Ambos son blancos legítimos.
La extorsión cobra muchas formas pero todas tienen el mismo objetivo: explotar al empresario. El instrumento del que se valen las llamadas autoridades es la amenaza de clausura. Como si fueran calculistas, los inspectores gubernamentales saben que un changarro no puede sobrevivir más que un mínimo número de días de cierre, por lo que aprietan lo suficiente para que funcione la extorsión, pero no tanto que mate a la gallina que pone los huevos de oro.
La guerra es real y va matando al principal medio de sobrevivencia de la abrumadora mayoría de la población. En este contexto, no es casual que, cuando uno platica con migrantes mexicanos en EUA, lo primero que dicen es que se sienten liberados del abuso de las autoridades. Quienes ya han logrado iniciar un negocio propio se ufanan del hecho que allá todo está diseñado para que sean exitosos. Las autoridades municipales ayudan, primero, no estorbando; luego, facilitando los trámites de tal forma que cualquiera que sea el permiso requerido, las reglas son claras y fáciles de cumplir. Cuando uno observa el contraste en el desempeño de los pequeños negocios de mexicanos en el exterior con el de los de aquí, lo destacable es la diferencia en el sistema de gobierno. En ambos casos la persona -el mexicano- es el mismo; lo que cambia es el gobierno, la calidad del gobierno. Aquí está diseñado para expoliar, allá para ayudar. La diferencia no es menor.
Ahora que se está tramando una nueva estructura fiscal para el país -tanto en lo que atañe a la recaudación como a la relación entre los niveles de gobierno- sería bueno contemplar los costos de la forma de operar de nuestro sistema de gobierno. Si al final de cuentas, como dicen en las películas de detectives, todo se explica por el dinero, el gobierno federal tiene en sus manos una poderosísima arma para forzar a los gobiernos locales a desregular, transformarse y convertirse en fuentes de oportunidades para el desarrollo del país.
Si bien a cualquier estado y municipio le encantaría atraer la nueva inversión de una gran empresa automotriz, por citar el ejemplo prototípico, la mayoría de los empleos seguirá viniendo de empresas pequeñas y medianas. Matarlas de a poquito como hacen nuestras diligentes autoridades no es una buena forma de asegurar el desarrollo.
Cuando se discuten las causas del pobre desempeño de la economía se suele apuntar a los grandes problemas de infraestructura, la competencia por la inversión del exterior o la confianza de los extranjeros en el país. Sin embargo, muchas veces el problema reside, incómodamente, mucho más cerca de casa. Como escribió Hemmingway en Por quien doblan las campanas, “Nunca hubo una población cuyos líderes fueran tan claramente sus enemigos como ésta”.
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