“Flexibilidad” es la palabra clave en nuestra era de globalización.
Guillermo Ortiz Martínez
La palabra “flexibilidad” ha despertado una nueva forma de analizar la necesidad de contar con estructuras abiertas, con instituciones competitivas, que permitan alcanzar un mayor nivel de vida en una sociedad. Es, de hecho, un concepto muy atinado. Entre los casos del sector empresarial, se habla de “adaptabilidad,” es decir, la velocidad y agilidad con la cual empresas pueden responder a súbitos cambios en la demanda, u oferta, o ante choques imprevistos, como puede ser una innovación tecnológica (positivo) o un aumento inesperado en los precios de insumos (negativo).
En plano de la política económica, ya se empieza a reconocer la importancia de la flexibilidad. Un mundo que cambia, con las tecnologías existentes, sujeto a choques tanto positivos como negativos, exige estructuras económicas flexibles, que permitan a nuestras economías adaptarse a los cambios, ya sea para aprovechar al máximo un momento de sol (por ejemplo, un aumento en flujos de capital, por remesas, por precios de petróleo, o por inversión directa) o para amortiguar momentos de sombra (una recesión mundial, cambios en la demanda de un producto, o desplomes financieros).
Hoy en día, las economías más flexibles son, a la vez, las más abiertas, y por ende, las que han alcanzado mayores niveles de desarrollo. El caso de Chile, tan sonado en estos días por la toma de posesión de Bachelet, es un tributo a la flexibilidad. Sus instituciones económicas permiten la rápida adaptabilidad a la coyuntura vigente. Su sistema privado de pensiones ha permitido acumular un nivel de ahorro importante, lo que permite, por vía de un mercado financiero, financiar nuevos proyectos. La cultura de competencia ha logrado, incluso, respetar la “propiedad nacional” del cobre bajo un régimen de competencia, que ha permitido capitalizar el sector. Habrá debates entre la izquierda moderna y los llamados liberales chilenos, pero nadie cuestiona la flexibilidad. El mismo Andrés Velasco, ahora Secretario de Hacienda, trabajó muchos años para difundir el concepto de una segunda ola de reformas en la región latinoamericana.
La flexibilidad, sin embargo, es incompatible con los dogmatismos, la demagogia, la arrogancia fatal de la ingeniaría social. Si los tabú nacionalistas impiden cambios en un sector tan básico como la energía eléctrica, o en nuestras estructuras fiscales, el resultado, a la postre, será la mediocridad—es decir, dejar recursos sobre la mesa cuando vivamos un momento positivo, o sufrir un dolor más allá del necesario cuando lleguen los momentos de ajuste. Hasta l activo más precioso del planeta, el agua, exige ver más allá de la poesía nacionalista, de la falsa disyuntiva de si es “un derecho o una mercancía.” Exige, como lo demás, una actitud pragmática, de fomentar los mecanismos que permitan aprovechar al máximo el recurso, al menor costo posible. Un sistema de precios es un ingrediente capital en esta visión.
Ruth Richardson, arquitecta de otro caso sobresaliente de flexibilidad, la reforma en Nueva Zelanda, ha advertido que, independientemente de las pasiones políticas, de los discursos y de la retórica popular, no hay caminos cortos o fórmulas mágicas. Un avance en materia fiscal que no sea acompañado por avances similares en materia monetaria o en materia laboral, no surte el efecto completo, al dejar grados de rigidez en el sistema.
Curiosamente, y lastimosamente, ningún candidato presidencial ha hablado de este valor capital, el valor de la flexibilidad.
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