Pase lo que pase en la elección estadounidense del próximo martes, es imperativo que redefinamos nuestra forma de ver a nuestro vecino del norte a fin de que nunca más enfrentemos los riesgos que se evidenciaron en esta larga temporada electoral. La primera parte de esta pesadilla concluye ahora, pero el verdadero desafío apenas comienza.
Trump ha sido el protagonista de una agria narrativa anti mexicana, pero no por insultante y ofensiva deja de contar con una amplia base de credibilidad: no es un accidente de la historia sino producto de ésta. Ese es el reto: una parte de los norteamericanos -la que Trump ha captado- nos culpa de muchos males, pero la otra, aunque no nos culpe, coincide en el hecho de que México no es una democracia, expulsa a su gente y no es un país confiable. En otras palabras, la narrativa es la misma; lo que cambia es la interpretación. En ambos casos, el mexicano es bueno, el gobierno malo. Nuestro reto es ganarnos su respeto a pesar de nuestras diferencias.
El desafío no radica en combatir las afirmaciones textuales del candidato republicano, sino en crear una base de legitimidad para México y los mexicanos, incluyendo por supuesto a los mexicanos residentes, legal o ilegalmente, allá. Modificar prejuicios y actitudes no es algo fácil, sobre todo unos tan arraigados. Además, los prejuicios son unilaterales: el americano promedio no ve al mexicano como su par ni comprende que su bienestar está profundamente atado a México y que mientras más exitoso sea México, más seguros estarán los norteamericanos y mayor será la interacción económica y comercial que viene acompañada de empleos, precios bajos y mejor calidad. El éxito de cualquier estrategia que se decida desarrollar se va a medir en estos parámetros.
La narrativa dominante allá, más profunda en unos ámbitos, menos en otros, pero ubicua en todos, es muy simple y muy clara: México exporta drogas, expulsa mexicanos, consume subsidios, roba empleos a estadounidenses y no se sabe gobernar. Este resumen trivializa la narrativa pero es preciso y, aunque descarnado, refleja lo que Trump articuló con éxito.
Es obvio que cada uno de los componentes de la narrativa puede ser desbancado con argumentos analíticos, pero el asunto es visceral y emotivo. Incluso en los lugares más benignos, como las llamadas “ciudades-santuario,” donde no se persigue a los migrantes ilegales, el punto de partida es que se trata de personas sin opciones que huyen de los problemas de México. En esa discusión no existe el mercado de trabajo, no hay reconocimiento de lo más obvio: que los migrantes van cuando hay oferta de empleos y no porque un día se levantaron con el ánimo de jugarse la vida cruzando el río. Eso quizá ocurra con los refugiados sirios, pero no es el caso en nuestra vecindad.
En EUA pocos comprenden lo profundamente integradas que están las dos economías y lo que eso implica en términos de capacidad productiva respecto al mundo o que las tres naciones han logrado una óptima combinación de fuerzas relativas para el servicio del consumidor y que México es el tercer destino más grande de sus exportaciones. Lo mismo ocurre con el asunto de la seguridad en que México es pieza clave, como parte del llamado perímetro de seguridad, para cuidar su flanco sur. México y EUA están irreductiblemente integrados tanto a través de personas y mercancías como de acuerdos y proyectos clave para la estabilidad y seguridad regional.
Pasada la elección, gane quien gane, nuestro cometido debería ser muy claro y absoluto: asegurar que nunca más se trate a México y los mexicanos como ocurrió en esta temporada. Para lograr ese propósito será necesario construir una estrategia inteligente que, lejos de confrontar como si fuésemos muy machos, penetre el subconsciente colectivo estadounidense y nos coloque entre las naciones amigas, socias y legítimas.
El reto es enorme porque implica modificar las premisas de toda esa narrativa que son, a final de cuentas, prejuicios acumulados a lo largo de mucho tiempo. Si uno analiza las encuestas, esos prejuicios no son universales ni absolutos: existen muchos factores diferenciadores. Por ejemplo, las encuestas revelan un aprecio por demás benigno a la esencia de lo mexicano: la cultura, la comida, la actitud del mexicano, las pirámides y las artesanías. De la misma forma, hay un rechazo despiadado cuando se trata de todo lo asociado con el gobierno: seguridad, migración, gobierno, corrupción.
El problema de la narrativa estadounidense sobre México es que, aunque falsa en mucho de lo que a nosotros se refiere, se apuntala en un conjunto de factores reales -como la corrupción, la falta de gobierno competente y la inseguridad- que tendrán que cambiar para poder atacarla. Es decir, si queremos cambiar nuestra imagen, tenemos que cambiar la realidad. Como en tantas otras cosas, el reto es más interno que externo. Medios no faltan; lo que no ha habido es disposición a emprender y sostener una estrategia.
El punto es comprender la naturaleza del problema de manera neutral y comenzar a picar piedra. Tomará tiempo, pero México nunca más debe ser el puerquito de un candidato a la presidencia de ese país. Habrá que comenzar por limpiar la casa.
@lrubiof
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