La crisis política post-electoral ha desviado, como era de esperarse, atención sobre otra crisis en el ramo económico, la crisis de crecimiento. El hecho que se empieza a dar un horizonte menos nubloso, aun a pesar de los riesgos latentes, nos obliga a retomar las interrogantes capitales sobre como agilizar el crecimiento económico del país—tanto en el diseño de las propuestas de reforma estructural, como su desarrollo en el entorno político, pero sobre todo sin perder de vista las necesidades de largo-plazo.
Hay quienes, con nostalgia, siguen pensando que la fórmula económica correcta es tan sencilla como sacrificar la estabilidad para dar lugar al crecimiento, es decir, aflojar las riendas del gasto, trabajar la emisión de billetes, y con ello usar el gasto público como el principal motor de crecimiento. Falso. Esta tesis no es una postura de la ultra-derecha, de los grupos que conspiran contra los de abajo, parte de un complot neo-liberal. Es, como en la medicina, una condición para que el cuerpo económico crezca sanamente, sin gordura inflacionaria, sin paros cambiarios ocasionales.
Empero, hay quienes piensan, en forma inocente, o en forma hipócrita, que no hay mucho que transformar en las instituciones económicas. Nuestra economía ha sido y sigue siendo rehén del mercantilismo, de una incultura de privilegios e intereses especiales, de los monopolios y de la aberración que el empresario busca más sus ganancias por medio del proceso político, de los favores, que por medio de la competencia abierta por ganarse la preferencia de los consumidores. No tenemos, en nuestro sistema de derechos, igualdad de oportunidad. La transformación institucional debe iniciar por reconocer los derechos de propiedad, y por democratizar nuestras instituciones económicas, sustituyendo la prioridad por el productor por la prioridad por el consumidor.
Esa es la genuina razón de ser detrás de los cambios pendientes en la agenda de las reformas estructurales—no fortalecer la injerencia del gobierno enre los asuntos privados de ciudadanos adultos, sino dotar a los consumidores con libertad de elección, y a aquellos que desean emprender con libertad de acción. Ello implica un ataque frontal a la cultura de privilegios, el corporativismo que tanto daño ha causado, y sigue causando.
Hay inercias económicas derivadas de cambios en el entorno internacional. Hay, al final del día, ciclos positivos y ciclos negativos. Pero el destino del crecimiento interno depende de condiciones internas, de poder hacer negocios en forma rápida, de disponer de instituciones financieras que faciliten el acceso al capital de riesgo, de potenciar a la masa de ciudadanos con leyes sencillas para nuestro mundo complicado. De otra forma, estos, nada tontos (nada, nada tontos) seguirán optando por aquellas vías con el menor costo de oportunidad—migrar la norte de la frontera, migrar hacia la economía informal, usar el soborno como herramienta para seguir adelante, vaya, incluso para seguir vivo. Con las condiciones necesarias para crecer, con un sistema de derecho facilitador, con igualdad de oportunidad, no hay razón de largo-plazo para que nuestra economía no pueda captar una tasa anual, sostenible, de crecimiento, de un mínimo de 6% anual.
Pero ello dependerá de la verdadera actividad de emprender, de empresarios, no de “empresaurios.” La inversión productiva, un mercado de capital profundo, la competencia, tienen consecuencias sociales infinitamente más claras, y positivas, que cualquier acto de buenas intenciones elaborado por medio del ogro filantrópico.
Vaya reto para la próxima administración, para la administración que prometió dar solución al empleo. Pero vaya oportunidad histórica también, de democratizar la economía y darle al consumidor mexicano lo que se merece: libertad de elección.
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