Como cambian los tiempos. Hace quince años, el reclamo político e intelectual era por la apertura política en vista de que, se argumentaba, la reforma económica había avanzado mucho sin una consecuente liberalización política. Hoy la realidad ha cambiado tanto que lo opuesto parecería ser igualmente plausible. La suma de una sociedad demandante, reformas económicas con profundos efectos políticos y la alternancia de partidos en el poder modificó, de manera radical, el panorama político y económico nacional. Ahora lo único que falta es que la nueva realidad política funcione para hacer posible la prosperidad.
Hace dos décadas el país se encontraba en un momento particularmente delicado: la amenaza de hiperinflación era real y la descomposición social constituía un factor ineludible de la realidad política. Los excesos económicos de los setenta se desdoblaron de un manera violenta al inicio de los ochenta, dejando al país y a toda la sociedad en condiciones sumamente vulnerables. La deuda externa era excesiva y parecía impagable, y muchas empresas se encontraban al borde de la quiebra, todo lo cual se traducía en un patente malestar social. El país tenía que dar un viraje para evitar su colapso. Así comenzó la era de las reformas económicas.
Las reformas comenzaron como un acto de sobrevivencia política. El gobierno se sentía acosado y vislumbraba entonces un futuro incierto y peligroso tanto en términos de estabilidad política como de permanencia del PRI en la presidencia (que, para los priístas, eran una y la misma cosa). Contra lo que muchos suponen, las reformas fueron un intento por mantener el poder pero, como hemos podido constatar a lo largo de estos años, una vez puestas en marcha, éstas tuvieron un efecto político liberalizador porque debilitaron, y en muchos casos extinguieron, los mecanismos tradicionales de control político. Es decir, al darle oxígeno a la economía y atenuar la situación de crisis del momento, las reformas tuvieron el efecto inmediato de afianzar al PRI en el poder. Sin embargo, con el paso del tiempo ese efecto se revirtió, toda vez que esas mismas reformas comenzaron a erosionar el poder gubernamental. Por ejemplo, la liberalización de importaciones quitó al gobierno y a la burocracia el mecanismo más poderoso de control sobre el sector privado. Lo mismo ocurrió con regulaciones en un sinnúmero de actividades y sectores.
Con el tiempo, el péndulo comenzó a moverse de un énfasis casi exclusivo en los temas económicos hacia los temas políticos. La poca afortunada combinación de una sociedad poco preparada para la competencia económica con los errores cometidos en la instrumentación de algunas reformas llevó a la crisis de 1995 y, con ello, a un ineludible viraje político. No tengo duda que la reforma electoral se hubiera dado tarde que temprano, pero es poco probable que ésta se hubiera consolidado en 1996 de no haberse presentado los hechos violentos del 94 y la crisis del 95.
Diez años después, el país es otro. Algunas cosas han mejorado sustancialmente (es drásticamente menor la capacidad de abuso gubernamental, por ejemplo), pero otras no sólo se han estancado, sino que experimentan una franca reversión. Para comenzar, el objetivo de cualquier política pública debe ser mejorar el bienestar de la población y, para un país de nuestro perfil sociodemográfico, la mejor manera de lograrlo es a través del crecimiento económico. Las reformas no lograron ese objetivo fundamental.
Hay un debate, hiperpolitizado por la contienda electoral, sobre la razón por la que las reformas no lograron su objetivo principal. El argumento técnico es que un proyecto de liberalización económica no puede funcionar si no es integral, es decir, en la medida en que persistan áreas, sectores y actividades protegidas, subsidiadas y no sujetas a la competencia, la economía sufre y su desempeño es sensiblemente inferior al que podría o debería ser. El argumento de oposición política plantea exactamente lo opuesto: el problema no reside en lo que no se ha hecho, sino en el corazón del proyecto de liberalización que no es compatible con nuestra historia y forma de ser. Independientemente de los méritos de cada una de estas posturas, parecería evidente que, de aceptarse la segunda línea argumentativa, tendríamos que admitir que el mexicano es un ser inferior a los coreanos, chilenos o españoles, pues todos ellos sí han podido liberalizar sus economías y crecer al mismo tiempo.
A la luz de esta circunstancia, quizá habría que explorar el otro lado de la moneda. Ciertamente, la liberalización económica comenzó siendo impuesta desde arriba y al menos parte de la resaca política que hoy vivimos tiene que ver con ese hecho político. Pero el otro hecho político es que, más allá de la contienda electoral actual, la economía mexicana se encuentra estancada más por ese revanchismo que nuestra incipiente democracia ha hecho posible que por la existencia de una profunda diferencia entre las posturas partidistas. Me explico: evidentemente existen acusadas diferencias entre los partidos, pero muchas de éstas son más producto de un cálculo político y de un sentido vengativo respecto al pasado, que de una total incapacidad para llegar a un acuerdo respecto al futuro. Puesto en términos rusos, la perestroika fue insuficiente y nuestra glasnost reciente ha hecho imposible avanzar de manera contundente para hacer posible lo que los coreanos, españoles o chilenos ya dan por hecho.
Independientemente del resultado electoral del próximo año, el país tendrá que confrontar la necesidad de resolver su parálisis actual. Algunos candidatos sueñan con una mayoría real o virtual en el congreso, lo que, estiman, les permitiría gobernar al viejo estilo priísta. Lo paradójico es que, por muchas críticas y quejas que emanan de la sociedad, la población ha comenzado a reconocer en la liberalización económica y política a su principal aliado frente al potencial abuso burocrático y gubernamental. Reconociendo ese potencial de abuso, los electores han votado, de manera sistemática, por un impasse entre el poder ejecutivo y legislativo. Esto sugiere que la población no quiere a un gobierno que centralice el poder, sino a uno que sepa conducir la glasnost, la apertura política, para ponerlo al servicio del crecimiento económico. No tiene por qué haber contradicción entre apertura política y liberalización económica: la última década ha probado que las dos son indispensables para el éxito del país. El problema hoy es que hay glasnost pero no perestroika.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org