Índices universitarios internacionales: ¿para qué?

El 6 de octubre, Andrés Oppenheimer publicó una columna de opinión en la que lamentaba el hecho de que hubiera pocas universidades latinoamericanas (sólo una mexicana, la UNAM) entre las 400 mejores instituciones integrantes del “Times Higher Education World University Rankings.” Sin embargo, ¿cuál es la importancia de estos índices más allá de un artículo? ¿Este tipo de rankings impactan la política educativa desde una perspectiva más amplia? La respuesta es sí. Su relevancia radica en que su uso deriva en su impacto a través de dos dimensiones del sector educativo: política presupuestaria y de planeación y prospección educativa.
Respecto del primer problema, por ejemplo, es común que representantes de instituciones como la UNAM utilicen estas herramientas como armas de presión frente a tomadores de decisiones para agenciarse de más influencia y mayores recursos. Ahora bien, no debe olvidarse que el contenido de estos índices está hecho para que sean precisamente instituciones de gran tamaño, gran presupuesto, y gran inversión las que figuren en su listado. Es decir, difícilmente otra institución en México podría competir con la UNAM. Por lo tanto, la pregunta consecuente es, ¿debería el grueso de las instituciones de educación superior buscar activamente escalar posiciones de estos listados y por qué?
De alguna manera, estos índices se han vuelto señales de estatus en el medio de la educación superior mundial, aunque se ha cedido ante la influencia de los mismos sin reflexionar en el contenido de estas clasificaciones y su metodología. En atención a esto, Malcolm Gladwell hizo en su artículo “The Order of Things. What College Rankings Really Tell Us,” (The New Yorker, 14 de febrero de 2011), una buena labor de análisis en este campo que sirve de alimento para la reflexión en esta materia. En dicha investigación, Gladwell revela de una manera muy clara y concisa que estos índices privilegian un modelo muy particular de educación superior: el estadounidense. Este es un modelo de educación que cuenta con centros de investigación de calidad vinculados al aparato productivo; un profesorado altamente preparado que realiza mucha investigación de alto impacto en el mundo académico; una facultad de académicos con los mejores salarios, sistemas rigurosos de discriminación y selección de su profesorado y estudiantado, así como presupuestos del nivel de CalTech, Stanford, y Harvard. Claramente, esto no corresponde a la realidad del grueso de las instituciones de educación superior en México, excepto por la UNAM en algunas dimensiones. Sin embargo, surge la pregunta de si estamos dispuestos a hacer los ajustes para modificar esto y, además, de si éste es el modelo que necesitamos como país para alcanzar el desarrollo económico que tanto necesitamos.
La respuesta a estas preguntas no debe ser en principio, sino estratégica. Debe partir de un juicio de qué objetivos buscamos alcanzar con nuestros centros de educación superior. Ahora bien, todo ello debe evitar partir de las nociones cliché de un país de licenciados y doctores, y más hacia una base de prospección vinculada a las necesidades del aparato productivo que México requiere alimentar con capital humano capaz y preparado que detone la productividad en el país. Asimismo, debe ser una decisión pensada como parte de un sistema global que incorpore a los mejores por ser los mejores, no a los mejores mexicanos que hayan destacado entre sus pares. Sin duda, es hora de jugar el juego global, como señala Oppenheimer, pero en la educación superior esto requiere no ceder a la tentación de copiar la estrategia de juego de otros sin asegurarnos de que ésta sea nuestra mejor opción. Lamentablemente, como en el caso del petróleo, es más fácil negar la relevancia de estos índices que desarrollar una visión estratégica para la educación universitaria.

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