El PAN está condicionando los votos de su bancada para la reforma energética a la aprobación de una reforma electoral. La propuesta de “toma y daca” tiene sentido comercial, entendible en un contexto de intercambio de favores. Algunas legislaturas en el mundo, notoriamente las estadounidenses, son famosas (no en sentido positivo) por la práctica de intercambiar el voto de un congresista por una partida presupuestal aunque, como se trata de votos individuales sin disciplina partidista, no es equiparable al voto de una bancada sin apego a un conjunto específico de votantes. Lo que me parece incomprensible es la incapacidad de nuestros políticos en general, comenzando en este caso por el PAN, por reconocer que otra reforma electoral como la propuesta no va a resolver los problemas del país. Lo que es más, ni siquiera haría mella en ellos.
No me cabe la menor duda que algunas de las reformas electorales de las últimas décadas abrieron ingentes oportunidades democráticas, favorecieron la alternancia en los gobiernos estatales y la presidencia y obligaron a los políticos a ser más responsivos ante las demandas ciudadanas. Tampoco desprecio la construcción de las instituciones electorales que ha permitido la (casi) consolidación del IFE. Me parece obvio que los partidos de oposición (hoy el PAN y el PRD, en años pasados el PRI y el PRD) vean pequeñas ventajas en cambios específicos a la legislación electoral vigente. Lo que me impresiona es su devoción por las causas chicas y, sobre todo, la ausencia de grandeza de visión.
Creo que no sería exagerado emplear en este caso la metáfora clásica del Titanic: el país está estancado, la inseguridad aumenta y la economía declina, pero los políticos están concentrados en el menú de la próxima fiesta en la nave de sus sueños. Temo decir que, desde mi perspectiva, el problema del país no es de financiamiento de las campañas o de las autoridades electorales estatales (aunque seguro ambas podrían ser mejoradas), sino de gobierno. El país tiene que gobernarse -o ser gobernado- y eso no existe en muchas regiones, sectores y áreas específicas. En algunas existen gobiernos reales en paralelo. El verdadero reto de México está ahí y es en eso donde los políticos y el gobierno deberían estarse concentrando.
Samuel Huntington, profesor de Harvard hasta su muerte, no era la persona más querida entre sus alumnos o colegas, pero fue de los pensadores más influyentes por su claridad mental. Aunque se dedicó a muchos temas, el hilo conductor de su trabajo profesional fue uno muy claro y concreto: lo que importa no es la forma de un gobierno sino su fortaleza. Ignorando a los políticamente correctos de su era, afirmaba que EUA (como democracia fuerte) y la URSS (como dictadura fuerte) tenían más en común que una democracia fuerte y una democracia débil. Para Huntington ideales como el de la justicia, la democracia y la libertad tenían poca valía si no existía un mínimo grado de orden y estabilidad que les diera contenido real.
Me puedo imaginar lo que Huntington hubiera dicho del México de hoy: que las instituciones son muy débiles y que su desarrollo y fortalecimiento es mucho más importante que la democracia porque esta última no tiene viabilidad en la medida en que las instituciones existentes no gozan de legitimidad, no son reconocidas como válidas por la población o, simplemente, son inefectivas. Pongamos al poder judicial para lo primero, a las instituciones electorales para lo segundo y a las policías para lo tercero y el argumento del profesor parecería impecable.
Según Huntington, la relevancia de una institución yace en dos principios elementales: el primero es capacidad administrativa. El segundo es confiabilidad y predictibilidad. Lo segundo es imposible sin lo primero. Su análisis del desarrollo político, su libro seminal, establecía que la esencia del desarrollo no reside en la democracia per se sino en la existencia de un sistema de gobierno que funciona, que mantiene el orden y que hace posible el desarrollo económico. En su visión, un sistema de gobierno funcional es uno que construye y desarrolla instituciones capaces de administrar y, con ello, crear certidumbre y predictibilidad. En este sentido, las instituciones se tornan en medios a través de los cuales los integrantes de una sociedad interactúan y resuelven sus diferendos, todo ello hecho efectivo con la capacidad coercitiva del Estado.
El sistema priista creó una extraordinaria capacidad para administrar y gobernar una sociedad relativamente simple. Lo hacía no por medio de instituciones sino a través de una estructura de intercambios de lealtades. Era, como decía Susan Kaufman Purcell, un sistema transaccional no institucionalizado. El fracaso, y colapso gradual, de ese sistema a partir de 1968 se debió a su incapacidad para construir instituciones que suplantaran a los arreglos personales y a la decisión unipersonal del presidente.
Por más que se han construido instituciones electorales, aprobado una monumental reforma judicial y hecho intentos honestos por enfrentar nuestros problemas, el país no cuenta con la capacidad para dirimir disputas, mantener el orden y fundamentar su capacidad de desarrollo. En la medida en que la lealtad sigue siendo a personas y no a instituciones, no existe confiabilidad alguna. Se podrán aprobar reformas energéticas y de otro tipo, pero el país no avanzará mientras no cuente con un sistema de gobierno confiable que dependa no de la habilidad de una persona sino de la fortaleza de sus instituciones.
Ahí yace el dilema del PAN: concentrarse en un conjunto de reformitas electorales irrelevantes que no tienen la menor posibilidad de incidir en la construcción de una sociedad institucionalizada y democrática o reconocer la oportunidad que el momento le ha puesto en la palestra. El PAN tiene dos posibilidades. Una, en congruencia con su historia, entrañaría avanzar hacia una reforma verdaderamente transformadora que construya mecanismos efectivos de representación para la ciudadanía y garantías a sus derechos, límites a la acción gubernamental, sobre todo a los cambios a modo en las leyes y, en una palabra, una verdadera revolución de la estructura del poder en el país. O sea, construir un sistema moderno de gobierno para los ciudadanos.
La alternativa a una transformación política en grande sería utilizar el enorme poder que le confiere la reforma energética (pasado ese voto el gobierno ya no necesita al PAN para nada) para intercambiar su voto por una reforma fiscal integral que limite al gobierno y al gasto, amplíe la base fiscal y siente las bases para un crecimiento acelerado.
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