Inventar el hilo negro

Finanzas Públicas

En su afán por concluir y dejar atrás el complejo y controvertido tema de la reforma fiscal, el congreso se está topando con las mismas piedras y problemas que en el pasado empantanaron al ejecutivo. Casi todos los legisladores reconocen que el gobierno requiere una mayor recaudación de impuestos a fin de sufragar los gastos que ellos mismos aprueban anualmente. De la misma manera, todos los mexicanos somos conscientes de que los servicios que el gobierno provee son inadecuados, insuficientes y con frecuencia dispendiosos. En este sentido la complejidad de la reforma fiscal no tiene su origen en una disputa sobre la necesidad de más recursos -hay consenso en que necesitamos recaudar más-, sino en cómo estructurar la política impositiva para lograr ese objetivo. A varios meses de iniciado el proceso de discusión en la materia, lo que en un principio era una propuesta sensata de reforma fiscal se está convirtiendo en un nuevo bodrio que amenaza con complicarle la vida a quienes pagamos impuestos y cargar la mano a la parte más pobre de la sociedad. Atrás quedo la expectativa de ampliar la base fiscal y de crear un esquema impositivo más equitativo.

Para comenzar es fundamental reconocer que no hay nada más político que la política fiscal, en sus dos componentes, el del ingreso gubernamental (los impuestos) y el del gasto público. La manera en que un gobierno cobra impuestos determina las formas que adopta la organización de las empresas, la facilidad o dificultad con que las personas realizan actividades económicas y las transferencias de riqueza que se realizan entre personas y entre entidades federativas. De la misma manera, la estructura del gasto del gobierno fortalece o debilita el desarrollo de las distintas regiones del país, de distintos sectores productivos y favorece o impide el desarrollo de las condiciones necesarias para que la economía crezca. En este sentido, la responsabilidad del congreso en este momento es enorme, pues tiene que decidir cómo y a quiénes va a cobrar impuestos, para luego definir, en el proceso de negociación del presupuesto, cómo asignar esos recursos.

Por lo que toca a los impuestos, el problema es mucho más complejo de lo que parece a primera vista. Cuando se compara la estructura fiscal mexicana con la de otros países, saltan a la vista dos cosas: por una parte, que el número de impuestos es sensiblemente menor al que prevalece en otras latitudes; por la otra, que la recolección de impuestos es inferior a la que se registra en el resto del mundo. Aunque los causantes nos quejamos de la excesiva e innecesaria complejidad del sistema fiscal (que sin duda podría ser paliada con algunos cambios, como los propuestos en la iniciativa original de reforma fiscal presentada por la Secretaría de Hacienda), esa complejidad no la origina el número de impuestos, sino la enorme dispersión que éstos presentan. Es decir, el problema radica en la diversidad de tasas y multiplicidad de excepciones –tanto en el IVA como en el ISR- que el esquema actual contempla, circunstancias que facilitan la evasión y la desigualdad en el pago de impuestos.

El problema que se enfrenta en este momento es tanto conceptual como práctico. Esto es, los legisladores tiene que decidir qué objetivos persiguen a través de la política tributaria y luego actuar en consecuencia. Sin duda es grande la tentación de avanzar determinados objetivos sociales, a la vez que favorecer a ciertas actividades o sectores, a través de la política tributaria. Pero los impuestos son un mecanismo poco eficiente para lograr estos objetivos, porque los gobernantes –igual los diputados que el ejecutivo- jamás podrán imaginar la diversidad de formas en que los individuos interpretarán y responderán ante diversos estímulos fiscales, además de que se puede acabar distorsionando toda la actividad económica. Es por ello que la tendencia internacional es hacia la unificación de tasas y a la simplificación de los procedimientos para el pago de impuestos. Es decir, lo común alrededor del mundo es que exista relativamente poca o nula dispersión de tasas (según el tipo de impuesto) y que los impuestos sean generales, aplicables a todos.

Lo anterior no quiere decir que los diputados no deban establecer preferencias en sus decisiones fiscales, o que no puedan privilegiar ciertos objetivos por encima de otros. Sin embargo, en términos generales, lo que se está haciendo en otras partes del mundo es utilizar el gasto público para dar cabida a distintas prioridades y preferencias, y se está dejando que el sistema impositivo cumpla con otros objetivos. Por ejemplo, el gasto público permite atacar el problema de la pobreza de una manera mucho más directa y eficaz que un esquema impositivo que contemple excepciones para estos grupos vulnerables. Una vez que los impuestos incluyen excepciones, la evasión fiscal florece y esto no hace más que afectar a los grupos que se pretendía favorecer.

Los impuestos son un instrumento por demás delicado. Aun cuando exista un consenso sobre las metas de recaudación (es decir, cuánto se requiere recaudar para lograr los objetivos propuestos), no siempre es fácil encontrar la mezcla adecuada que las satisfaga. En la mesa de trabajo es fácil diseñar una política fiscal impecable que reúna todos los requisitos de recaudación y simplicidad y que, a la vez, distorsione lo menos posible las decisiones de ahorro e inversión de la población. Sin embargo, ya metidos en la negociación política, los diputados se están encontrando, como tantas veces le ocurrió al ejecutivo en el pasado, que no pueden imponer sus preferencias sin más. Algunos diputados objetan cierto tipo de impuestos como punto de partida; otros creen que es injusto que tal o cual actividad pague impuestos; y otros más quisieran promover sus proyectos preferidos. En esas circunstancias, la propensión natural es a dar gusto a todos los involucrados. Y, como por principio a nadie le gusta pagar impuestos, esa manera de proceder los está llevando al pantano.

Lo fácil para un diputado o funcionario gubernamental es aceptar las presiones de cualquier grupo de interés. El problema es que el hacerlo tiene consecuencias. De hecho, si uno observa la estructura de los impuestos en el país, lo que sobresale es precisamente la existencia de un enorme número de excepciones que ha respondido a la presión de una diversidad de grupos de interés: por lo que toca al ISR, están exentos desde los agricultores hasta los autores; las cooperativas pesqueras y los transportistas. Por el lado del IVA, las excepciones principales incluyen a los alimentos, medicinas, libros y algunos servicios como colegiaturas y médicos. Quienes diseñaron esas excepciones seguramente estaban pensando en hacer el bien: proteger a determinado grupo o sector, o proveer incentivos para el desarrollo de una determinada actividad económica. Quizá sean loables los objetivos, pero el resultado es una enorme evasión fiscal. Detrás de cada excepción se esconden evasores de distinta calaña que se nutren de un esquema impositivo propenso a la evasión. El punto es que cuando un diputado cede ante la presión de cierto grupo social o ante las preferencias ideológicas de algún partido, facilita la evasión y, por tanto, daña el potencial recaudatorio del gobierno y los recursos disponibles para atender los grandes rezagos del país. En otras palabras, el resultado de una decisión aparentemente inocente como es el exentar del pago de impuestos a determinados grupos (o los bienes que éstos consumen), puede acabar perjudicando a los sectores verdaderamente desprotegidos.

Ahora que se acerca el fin de la discusión sobre la reforma fiscal, lo que es obvio –al menos en la prensa- es que los diputados han abandonado el objetivo de crear un diseño menos complejo y más uniforme y equitativo para el pago de impuestos. Es decir, que han optado, al menos hasta este momento, por mantener los peores vicios del esquema que ahora existe y profundizarlos. Ante esta circunstancia, los diputados se están enfrentando al viejo dilema de cómo compensar las ausencias. Y las decisiones que parecen estar tomando (porque en ausencia de audiencias públicas uno se tiene que guiar por las apariencias, las declaraciones interesadas y la rumorología) crearán muchos más problemas de los que pretenden resolver. Los rumores sugieren que los diputados están optando por la salida fácil: cargarle la mano a quienes ya pagan impuestos. En algunos casos, eso podría acabar siendo mucho más oneroso para los sectores que pretenden proteger.

La lista de temas que se discute en los medios (o a través de ellos) incluye impuestos sobre larga distancia, un incremento del impuesto a los refrescos, la sobretasa a los impuestos sobre bebidas alcohólicas y tabacos, la creación de un impuesto sobre transacciones financieras y otro para ganancias de capital en la bolsa de valores. Cada uno de estos impuestos puede tener más sentido que otros, de la misma manera que algunos crearán más distorsiones que otros. Pero lo que es seguro es que casi ninguno de ellos permite recaudar más dinero sin perjudicar, en ocasiones con severidad, a grupos clave de la sociedad, comenzando por los más pobres. El impuesto propuesto sobre ganancias de capital en la bolsa tiene un sentido político obvio, pero no va a recaudar mayor cosa; de la misma manera, un impuesto adicional a las llamadas de larga distancia no hará más que privilegiar a la empresa dominante en el mercado (que tiene infinidad de maneras de compensar ese impuesto adicional para sus clientes a través del resto de sus negocios); pero, en cambio, la sobretasa a los refrescos afectaría directamente a la población menos privilegiada del país, de una manera mucho más grave y abusiva de lo que lo haría el incremento del IVA propuesto en la iniciativa de reforma elaborada por Hacienda.

La politización del tema del IVA desde que el presidente Fox lo abrió a mediados del año pasado, sin duda creó un problema para los legisladores. Sin embargo, todavía es tiempo de revisar la racionalidad de pretender proteger a todo mundo sin consecuencias. A diferencia del pasado, en esta ocasión serán los propios legisladores quienes pagarán las consecuencias de la política fiscal que finalmente decidan aprobar.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.