Las elecciones celebradas en Irak la semana pasada marcaron un hito en la historia del Medio Oriente, tanto por ser un hecho inusual en esa región como por la presencia de tropas norteamericanas en ese país. Las elecciones constituyen el final de un proceso que comenzó con la ocupación estadounidense y que continuó con una escalada violenta, aparentemente interminable. Sugestivamente, los atentados violentos en las semanas previas a las elecciones fueron menos contra los soldados norteamericanos que contra los propios iraquíes, a quienes se pretendía disuadir de votar. Estas elecciones conjugan tres elementos: el futuro político del propio Irak; una lucha intestina, dentro del mundo musulmán, entre quienes pretenden aislarse del mundo moderno y quienes desean adecuar el Islam al mundo cambiante del siglo XXI; y el devenir de la lucha norteamericana contra el terrorismo. Aunque se trata de tres elementos distintos, sin duda unos afectan a los otros.
La ocupación norteamericana de Irak constituye uno de los hitos de la era de la posguerra pues se trata de la primera vez en que las potencias aliadas rompen filas. Aunque durante las décadas de la guerra fría hubo momentos de disidencia (es el caso de la guerra del Sinaí de 1956, cuando Inglaterra, Francia e Israel tomaron esa península y fueron forzadas a replegarse por la presión norteamericana), nunca se dio un rompimiento como el de los últimos dos años. El fin de la guerra fría cambió la dinámica entre las naciones vencedoras de la segunda guerra mundial y ahondó sus diferencias de intereses y perspectivas. Independientemente del resultado electoral en Irak, la ocupación norteamericana creó ya un vacío institucional que afecta la naturaleza misma de las Naciones Unidas, estimula la profundización de la unificación europea y deja todo el asunto del conflicto al interior del Islam -que afecta a todo Occidente- en una situación mucho más precaria de lo que hubiera sido de haber existido una alianza Europa-Estados Unidos en esta coyuntura.
El punto de mayor conflicto entre los dos lados del Atlántico reside en la diferencia de visión e interpretación sobre la naturaleza del fenómeno del terrorismo. Para las naciones europeas, que han vivido décadas de terrorismo, la respuesta norteamericana ha sido inadecuada y excesiva. Para Estados Unidos, donde el fenómeno es nuevo, al menos en su territorio, lo crucial era dar una respuesta fuerte, directa y contundente. Pero quizá la diferencia medular entre los dos bandos de la antigua alianza Atlántica resida en que la estrategia estadounidense para combatir a su nuevo enemigo, Al Qaeda, es en buena medida inconfesable.
Ese al menos es el argumento de un libro de reciente aparición: La Guerra Secreta de Estados Unidos (America?s Secret War) de George Friedman (Doubleday). Según el autor, Al Qaeda es un fenómeno esencialmente saudita y toda la estrategia en torno a la guerra de Irak tiene que ver con Al Qaeda y no con armas nucleares o directamente con la democracia en ese país. El argumento de Friedman descansa en dos elementos centrales. Primero, no obstante que muchos operativos y miembros de la red de Al Qaeda son de nacionalidades diversas, sus líderes y miembros principales son sauditas, su ideología es Wahabi y su financiamiento original provino de ciudadanos de ese país. En ese sentido, Al Qaeda es indistinguible de Arabia Saudita toda vez que su origen está profundamente enraizado en la vida e historia de ese país. Lo que es más, la aparición de Al Qaeda en la escena pública le creó un enorme problema a la familia real de ese país, pues representaba una amenaza a los delicados equilibrios internos que la sostenían en el poder.
El otro elemento que constituye la esencia del argumento de este libro sugiere que el verdadero objetivo de los ataques terroristas contra Estados Unidos de 2001 no era la nación norteamericana, sino la población islámica en su conjunto. Friedman afirma que Al Qaeda no estaba motivada por un odio hacia EUA, la cultura norteamericana o la democracia de ese país, sino que buscaba ganar credibilidad en el mundo islámico al asestar un fuerte y muy visible golpe a la potencia más prominente del mundo. Es decir, lo que Al Qaeda perseguía con esos atentados era golpear a una nación muy poderosa, además de soporte importante de muchas de las dictaduras árabes, con el objeto de que ganara credibilidad la idea de constituir una nación islámica en el Medio Oriente. En otras palabras, el propósito ulterior de Al Qaeda es construir un califato islámico en alguna de las naciones más prominentes del mundo árabe (idealmente Egipto o Arabia Saudita).
Desde un punto de vista estratégico, Al Qaeda partía de la premisa de que EUA era vulnerable porque su credibilidad en el mundo árabe era muy baja. A EUA se le percibía como un gigante con pies de barro, incapaz de lograr sus propios objetivos estratégicos en el mundo. Friedman argumenta que esa es la impresión que quedó en el mundo árabe no sólo por las fallidas incursiones estadounidenses en lugares como Somalia y Líbano, sino también en el caso de la guerra del golfo, guerra percibida como victoriosa en occidente, pero que es percibida como un factor de debilidad en ese rincón del mundo por no haber tumbado a Sadam Hussein. Desde esta perspectiva, Al Qaeda confiaba en humillar a los norteamericanos frente al mundo árabe, suponiendo que, siguiendo la lógica de atentados que habían tenido lugar en la década previa, EUA no respondería más que con una serie de ataques menores e intrascendentes.
Pero esos ataques cambiaron la percepción de los estadounidenses respecto a sí mismos y el mundo. Ello explica su disposición a modificar su perspectiva y a asumir una actitud muy distinta respecto al mundo. Sin embargo, dice Friedman, la administración Bush se vio ante la necesidad de articular una estrategia no convencional precisamente porque se encontraba ante un enemigo no tradicional. En lugar de enfrentarse a un Estado como ocurría en las guerras tradicionales, los estadounidenses se enfrentaban a un grupo no identificado con una nación específica, sin un ejército visible o un territorio particular. Como organización transnacional, Al Qaeda contaba con bases móviles en diversos lugares geográficos, pero no con un territorio que pudiera llamar propio. En este sentido, la llamada guerra contra el terrorismo lleva a una situación un tanto absurda: cada quien tiene que definir si cree que esa agrupación constituye una amenaza o no. De esa definición depende en mucho la percepción que cada quien tiene del actuar del gobierno estadounidense en la actualidad.
Desde la óptica de Friedman, la campaña de Afganistán tuvo por objeto eliminar al gobierno que le había dado un espacio y tregua a Al Qaeda, lo cual dislocaría sus operaciones, destruiría su base de funcionamiento y crearía un gobierno relativamente fuerte en un país que se había caracterizado por el desorden y el conflicto a lo largo de tres décadas. Nadie en el mundo tuvo dudas de que la campaña de Afganistán tenía una vinculación directa con Al Qaeda. Tan obvia era la relación en el imaginario colectivo y en los órganos de inteligencia de las diversas potencias del mundo, que tanto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como la OTAN, sancionaron la acción militar estadounidense y muchas de esas naciones participaron activamente en la operación o en su financiamiento.
La campaña de Irak tuvo una dinámica muy distinta. De acuerdo al análisis estadounidense, una vez desplazada de Afganistán, el eslabón débil de Al Qaeda residía en sus mecanismos de financiamiento y apoyo. De acuerdo al texto de Friedman, el plan estadounidense consistió en buscar maneras de cerrar todas las fuentes de financiamiento y apoyo a grupos y actos terroristas, la mayor parte de los cuales provenían de Arabia Saudita, Irán, Siria y Pakistán.
El plan tuvo dos vertientes: por un lado, lograr una victoria aplastante que obligara a toda la población árabe, comenzando por sus gobiernos, a reconocer la nueva determinación estadounidense por actuar. Es decir, se trataba de recobrar la legitimidad como potencia militar. Por otro lado, la segunda vertiente consistió en generar una enorme presión sobre las naciones asociadas con el financiamiento de Al Qaeda para modificar su comportamiento. Irak, como ?pivote? del Medio Oriente, ofrecía la oportunidad de lograr ambos objetivos de una manera simultánea: una victoria avasalladora sobre Hussein generaría un renovado respeto por la superpotencia, en tanto que la presencia de tropas estadounidenses en la región causaría preocupación en todos los afectados. El problema de esta estrategia es que era impresentable. No había manera de convencer a la opinión pública internacional, comenzando por la estadounidense, de semejantes maniobras, pues se estaría utilizando a un país para alcanzar objetivos en contra de otros.
Según Friedman, se justificó la necesidad imperiosa de atacar Irak por el tema de la supuesta existencia de armas nucleares o de destrucción masiva, primero, porque todas las potencias de verdad creían que esas armas existían en algún grado de desarrollo, y segundo, porque era un argumento fácil de explicar y presentar. A ese argumento siguió otro, el de la democratización de Irak, que reforzaba aún más el planteamiento.
El resto, como todos sabemos, es historia: la ocupación de Irak fue un éxito en términos estratégicos, pero un enorme error de cálculo político. Las guerrillas han sido por demás disruptivas y nunca se encontraron armas de destrucción masiva. Queda por determinarse si las elecciones de la semana pasada lograrán el cometido de crear los fundamentos de una sociedad democrática. Como en México, la moneda está en el aire.
Independientemente de lo que pase en Irak en términos de su gobierno, democrático o no, Friedman afirma que el gobierno de Bush acabó confundiéndose a sí mismo. En lugar de seguir sus propios lineamientos estratégicos para hacer de la guerra con Irak un instrumento para lograr una derrota de Al Qaeda, la administración norteamericana acabó confundiendo los medios y los objetivos. En lugar de presionar a las naciones vecinas, remata Friedman, el gobierno de Bush ha estado más entretenido con la democratización política de Irak y, de esta forma, olvida el punto medular de su estrategia original.
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