México y Estados Unidos tienen una infinidad de puntos de contacto, interacción y conflicto. Esta tríada es algo inevitable cuando se trata de una relación tan compleja, disímbola y, al mismo tiempo, activa, como la que caracteriza a nuestras sociedades en general y a la frontera común en particular. La vecindad no nos obliga más que a una convivencia amistosa y pacífica como la que existe entre dos buenos vecinos que son atentos y responsables, conscientes de las peculiaridades mutuas. Es decir, la proximidad, como ha ocurrido a lo largo de casi doscientos años de cercanía entre dos naciones independientes, no exige más que un trato amable como el que se ha dado las más de las veces. Sin embargo, si una de las dos naciones quiere emprender una integración mucho más ambiciosa y profunda, como la que implícitamente entraña un acuerdo de libertad migratoria del tipo que han avanzado los europeos, es evidente que el nivel de responsabilidad se eleva y las demandas mutuas adquieren un nivel mucho más elevado de complejidad y seriedad. Un acuerdo migratorio sólo es posible cuando se comparten ciertos valores esenciales. Puesto en otros términos, nos guste o no, temas como los de migración e Irak están mucho más estrechamente vinculados, aunque sea de manera indirecta, de lo que podría gustarnos
Mientras que un acuerdo en materia comercial entraña la coordinación de una serie de políticas públicas y, en general, condiciones para el intercambio de bienes y servicios sin impedimentos, un acuerdo migratorio entraña, a final de cuentas, la disposición de dos sociedades a convivir de manera estrecha. El éxito de un acuerdo comercial requiere de la concertación de entendidos entre autoridades de dos naciones y la activa participación de las comunidades empresariales de las naciones que participan en un proceso de integración económica como el que representa el TLC norteamericano. Las naciones que deciden avanzar por esa vereda no tienen que quererse ni gustarse; su único compromiso es el de modificar algunas de sus políticas en materia comercial y de inversión para que las economías de las dos naciones puedan beneficiarse de una mayor interacción comercial. Eso es precisamente lo que ha ocurrido con el TLC, para beneficio de las tres naciones que lo integran.
Pero un acuerdo migratorio implica mucho más: desde la posibilidad de que un norteamericano decida venirse a radicar a la colonia del Valle y busque trabajo en una oficina de arquitectos o que un mexicano se traslade a Chicago para trabajar en un restaurante en aquella ciudad. Es decir, implica que las dos sociedades no sólo estén dispuestas a intercambiar bienes y servicios, sino que además compartan cierta visión mínima del mundo y una ética de comportamiento que les permitan convivir entre sí de manera cotidiana. Más que un acuerdo entre dos gobiernos, aunque eso sea indispensable, implica, un entendido profundo entre dos sociedades.
No es casualidad que los europeos, que sin duda son quienes más han avanzado en una integración comercial, monetaria y de personas, entre otras políticas comunes, hayan comenzado por procesos mucho más sencillos y limitados. Los europeos empezaron por integrar el mercado del carbón y del acero. Luego, varios lustros después, liberalizaron el comercio de bienes. El comercio de servicios se abrió cuarenta años después de iniciado el del acero, y cuarenta y ocho años más tarde lanzaron el Euro, su moneda común. La libertad de tránsito y empleo en cualquiera de los países miembros se dio hasta el año de 1992, cuatro décadas después de que se comenzaron a sentar los pininos de lo que más tarde sería la Comunidad Europea. El punto es que los europeos, entre quienes existen diferencias mucho menos marcadas en términos culturales, históricos e incluso étnicos, se tomaron varias décadas para crear un nivel de confianza que le permitiera a un francés tolerar a un alemán en su colonia o a un holandés aguantar el estilo de vida de un italiano. Los europeos se han integrado porque construyeron cimientos muy sólidos de confianza mutua. Producto de todo esto es una mayor cercanía en temas de carácter militar y político. Para los mexicanos la implicación de lo anterior es clara: si queremos avanzar en el terreno migratorio, tendremos que ganarnos la confianza de los norteamericanos.
La gran pregunta es qué implica esa confianza y si estamos dispuestos a avanzar por ese terreno pedregoso. Las concepciones que sobre el tema migratorio existen en el país están influidas por la realidad económica: en Estados Unidos hay demanda para la mano de obra mexicana, mientras que en México no hemos sido capaces de crear condiciones de prosperidad que permitan generar empleos y riqueza para todos. Desde esta perspectiva, la postura del gobierno y aparato político del país –que sin duda representa el sentir de toda la población- es la de facilitar el acceso de mexicanos deseosos de trabajar en aquel país, así como eliminar las trabas que llevan a que los hoy ilegales sean maltratados o sigan corriendo riesgos que, con frecuencia, implican la vida. Tratándose de una vecindad amistosa y de una economía que demanda mano de obra, para los mexicanos lo obvio es exigirles a nuestros vecinos que, como se dice coloquialmente, nos “den cancha”.
El problema es que, desde la perspectiva norteamericana, no hay tema más álgido y politizado que el de la migración. Estados Unidos, un país nacido de la migración europea, tiene una larga y difícil historia en esta materia. Por más de un siglo desde su nacimiento como nación independiente, Estados Unidos mantuvo sus puertas totalmente abiertas. Pero las cosas comenzaron a cambiar en la segunda década del siglo pasado, cuando una combinación de circunstancias –desde la depresión hasta el aislacionismo en materia de política exterior- llevó a que se impusiera un sistema de cuotas a la migración que, con modificaciones, persiste hasta nuestros días. Desde entonces, la política migratoria norteamericana ha tenido una serie de etapas en las que han privado criterios diversos para el ingreso de nuevos inmigrantes, pero siempre bajo el principio de que ellos se reservan el derecho de admisión.
En muchas ocasiones, la política migratoria norteamericana ha ido de la mano de su política exterior, factor que explica la diferencia en el trato a refugiados cubanos que, en general, son admitidos con gran facilidad, frente a otros, como los haitianos, que son retornados a su país con gran celeridad. Respecto a México, la política migratoria norteamericana ha tenidos sus épocas: desde los programas de braceros que se instrumentaron a mediados del siglo pasado, hasta la legalización masiva de indocumentados en varios momentos. Es evidente que el gobierno estadounidense comprende tanto la existencia de una demanda interna por mano de obra mexicana, como el deseo de miles de mexicanos de mejorar sus niveles de vida a través de un empleo en ese país. Muchos dicen que su política ha sido hipócrita por mantener un régimen que fomenta la ilegalidad y por cerrar los ojos frente a lo obvio, pero otra manera de ver lo mismo reconocería que esa política ha constituido una respuesta pragmática frente al tema de fondo: el que la sociedad norteamericana, como un todo colectivo, no está dispuesta, al menos en este momento, a llevar a cabo el tipo de cambio en su política migratoria como el que añora el gobierno mexicano.
Desde la perspectiva estadounidense hay dos dinámicas que en México con frecuencia se pierden de vista: una es que nuestros connacionales no son los únicos que desean migrar hacia esa nación. La diversidad de nacionalidades que estaba representada en las torres gemelas –más de 150 distintas- muestra un panorama mucho más claro del fenómeno. Aunque hay muchos estadounidenses que verían con buenos ojos algún tipo de liberalización migratoria hacia México, para otros el tema es anatema. Es decir, la primera dinámica, la de la diversidad de demandantes de empleo, crea una gran barrera a cualquier discusión migratoria más amplia. Esa es la razón por la cual la respuesta estadounidense al planteamiento mexicano tuvo un carácter administrativo: veamos cómo podemos incrementar visas de cualquier tipo en lugar de meternos en el berenjenal de un acuerdo migratorio con todos sus componentes emocionales y políticos que se entrecruzan en el legislativo. La vía administrativa no requería un acuerdo social amplio, lo que lo hacía relativamente más simple.
La otra dinámica es mucho más compleja y profunda y tiene que ver con percepciones. Como la gran potencia que son, los norteamericanos no se perciben responsables o urgidos de resolver los problemas de otros, lo que no evita que se vean permanentemente acechados por demandas de ayuda, apoyo y soluciones por parte de prácticamente todos los países del mundo. Es decir, los mexicanos somos una de muchas prioridades para ellos. La vecindad sin duda es un criterio de prioridad, pero también lo son otros, como los geopolíticos, que les lleva a tratar con países como China y Rusia, o los que surgen de compartir valores fundamentales (como con Inglaterra) y naciones aliadas clave (Alemania y Canadá, principalmente). Estas últimas pueden estar de acuerdo en políticas concretas o no (como Irak), pero nadie duda de que comparten la misma visión del mundo.
Si queremos un acuerdo migratorio tenemos que ganarnos a la sociedad norteamericana y eso implica modificar sus percepciones. Si bien no hay razón alguna por la que México tenga que sumarse a todas las acciones y decisiones que emprende aquella nación, es evidente que las percepciones de sus ciudadanos se van forjando por pequeñas acciones cotidianas. La reacción de los canadienses y británicos luego del 11 de septiembre los colocó todavía más cerca del corazón colectivo norteamericano, mientras que la nuestra nos alejó otro poco más. Si queremos que ellos atiendan nuestro reclamo migratorio, tenemos que ponernos de acuerdo entre nosotros mismos sobre lo obvio: en si estamos dispuestos a convivir con ellos. Nuestra capacidad de convencerlos depende de nuestra postura –y congruencia- al respecto. Por ello, nos guste o no, Irak sí tiene importancia.
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