La frontera con Estados Unidos ha sido siempre un motivo de preocupación para los gobernantes del centro. Lugares distantes, cercanos al enemigo tradicional, las fronteras han prohijado mitos y realidades que con frecuencia son difíciles de entender para quienes no vivimos ahí. Hoy en día, con Ciudad Juárez a la cabeza, los temas son más mundanos, más específicos: la gente en esa ciudad vive la violencia cotidiana que no parece tener fin y que, poco a poco, erosiona vidas, familias, patrimonios y valores. Muchos prefieren irse a EUA, otros demandan soluciones; la mayoría solo aspira a que se instale un gobierno local que funcione y no aviadores de la ciudad de Chihuahua o del DF cuyo interés no trasciende lo mediático.
En Juárez se conjungó la tormenta perfecta: una economía en acelerado crecimiento, enorme flujos de migrantes, ausencia de infraestructura social, física, de seguridad y municipal y el colapso de toda la pirámide de control político federal. Todo eso se tradujo en criminalidad, destrucción del tejido social y desaparición de la estructura familiar y de todo sentido de comunidad. Solo así se explican las bandas de sicarios integradas por miles de niños nacidos en un mundo de crueldad, violencia y muerte. Juárez hace mucho dejó de ser una sociedad organizada y funcional.
La guerra política y mediática que vivimos hace difícil dilucidar quién lucha contra quién en Juárez: el ejército, los narcos, el gobierno y los criminales comunes. De lo que no cabe duda es que la población juarense está harta de la violencia, de la falta de gobierno, de los narcos y, sobre todo, de la criminalidad más básica: esa que extorsiona, roba y mata y que no necesariamente está vinculada al narcotráfico. Esa para la cual ninguno de los tres niveles de gobierno tiene respuesta.
La criminalidad comenzó a arrasar con la tranquilidad del país al menos desde el inicio de los noventa y, sin embargo, quince largos años después los ciudadanos no hemos podido ver respuestas concretas y definitivas. Juárez es sin duda un extremo en la ola de inseguridad, pero no es atípica. Los secuestros, robos, extorsiones y asesinatos crecen como la espuma y más allá que ha crecido tanto sin la requerida infraestructura social y legal, además de física. La venta de protección –lo que tienen que pagar los empresarios, tiendas y changarros para no ser asaltados- va en aumento en todo el país y afecta hasta a las tiendas grandes, que uno supondría gozan de alguna inmunidad. Gobiernos van y vienen, pero la criminalidad sigue ahí.
El presidente Calderón lanzó la guerra contra el narco no porque tuviera que legitimarse, aunque ese fuera un beneficio circunstancial, sino porque el país se ahoga por el narcotráfico, el narcomenudeo, la corrupción y la violencia y era crítico recobrar presencia nacional. A lo que este gobierno no ha respondido, como no lo hicieron sus predecesores, es a la criminalidad que afecta al ciudadano común y corriente y, en el caso de Juárez, al colapso social y gubernamental. Cierto, estos son temas locales, pero la distinción sigue siendo imperceptible para una población que creció en la era de la centralización priísta. De pronto, a partir de los noventa, la autoridad federal comenzó a erosionarse hasta que, con la derrota del PRI, toda la estructura histórica del poder se distorsionó: la criminalidad se arraigó y nunca se creó una estructura policiaca y de seguridad idónea para la nueva etapa que estamos viviendo. El gobierno federal dejó de controlar a los gobernadores y presidentes municipales y la mayoría de éstos nunca desarrolló una estructura de gobierno efectiva. El resultado es que son los criminales, más que los narcos, quienes dominan, si no es que gobiernan, buena parte del territorio del país.
Las preocupaciones federales están mal enfocadas. Muchos habitantes de las zonas fronterizas han migrado hacia el “otro lado” no porque prefieran vivir allá, sino porque están hartos de la criminalidad. Esa delincuencia surgió del colapso integral de la sociedad y gobierno juarense y que no se ha enfrentado: no existe una estructura policiaca capaz de lidiar con la delincuencia o con la ausencia de estructura social. La guerra contra el narco tiene su lógica, pero no resuelve el tema de la criminalidad cotidiana ni de la sociedad quebrada. Tenemos autoridades débiles, incompetentes, que no comprenden la pérdida de su propia legitimidad y que carecen de instrumentos para contrarrestar la erosión de la vida que sufre la población. La debilidad gubernamental fue más que empatada por la fortaleza y estructura del crimen organizado que, con mayor claridad de miras, llenó el vacío dejado por la falta de autoridad.
Ahora en Ciudad Juárez se libra una batalla que, desafortunadamente, mezcla la criminalidad con la contienda de los partidos para la próxima elección estatal. Muchos juarenses están hasta la coronilla del abuso y de la falta de atención y se mudan a EUA no porque quieran dejar de ser mexicanos, sino por el instinto de sobrevivencia más elemental.
A muchos les preocupa el riesgo de pérdida de identidad, pero todas las encuestas muestran que la identidad del mexicano está extraordinariamente arraigada. Más que un tema de identidad, lo que es abiertamente repudiado por la población es la incompetencia gubernamental, a todos los niveles. La población confirma sus peores sospechas cada vez que se conoce del contubernio entre alguna autoridad –gobernador, presidente municipal o policía- con el crimen organizado. Aunque dictadores como Stalin convenientemente identificaban identidad con gobierno, en una democracia la legitimidad se la tiene que ganar el gobernante todos los días de su vida pública. Y los gobernantes mexicanos hace varias décadas que abandonaron a la ciudadanía a su suerte en materia de criminalidad.
Persiste el riesgo de responder al problema equivocado. Hace décadas, ante el temor de una escisión en la frontera norte, el gobierno de entonces ideó el “programa nacional fronterizo” para “rescatar” a los mexicanos de esa región. Lo idóneo hoy sería transformar los sistemas policiacos y de seguridad para que ciudades como Juárez puedan recobrar su tranquilidad. En un mundo ideal, eso implicaría el desarrollo acelerado de las capacidades municipales en el más amplio sentido. Ante la obvia incapacidad de lograr algo así, quizá sea tiempo de considerar un tipo de autoridad supramunicipal que atienda no sólo el evidente problema de seguridad, sino también la inexistencia de comunidad e infraestructura para la ciudad que más empleos ha provisto al país en las décadas pasadas pero que a nadie se le ha ocurrido atender.
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