Los mexicanos pagamos un precio muy alto para elegir a nuestro nuevo Presidente. El costo no es sólo una cifra cuantificable en pesos y centavos. El saldo incosteable que dejaron las campañas es una sociedad marcada por el encono. Un bando celebra su victoria mientras sus adversarios intentan asimilar, sin mucho éxito, el revés que trajeron las urnas. Sobre el campo de batalla quedamos millones de ciudadanos obligados a vivir y trabajar entre dos trincheras. Las mentiras que propagaron las campañas acabaron por transformarse en fobias reales y tangibles.
A nosotros nos toca convivir con la vecina que nos esquiva la mirada, con el colega que no nos dirige la palabra o con el pariente que cerró la última conversación con un recordatorio materno. Para preservar amistades y afectos es mejor evitar el tema central que ocupa a la nación. Hoy los mexicanos tenemos que cosechar el rencor que sembró la política en nuestras vidas cotidianas.
Hace un mes, López Obrador era un peligro para el país, hoy es invitado por su adversario para formar parte del gabinete presidencial. El domingo te insulto y el lunes te pido que cooperes conmigo. Así no funcionan los incentivos que gobiernan la naturaleza humana. Por su parte, AMLO persiste en un discurso que enfatiza las disparidades de ingreso como impulso de su movimiento político: “gracias a los pobres que me dieron su voto”. La mayor virtud de la democracia es que las diferencias que dividen una sociedad desaparecen por un instante, cuando el ciudadano se planta frente a las urnas. A la hora de votar todos somos iguales. AMLO explotó las brutales brechas sociales de los mexicanos como plataforma de su candidatura. Por el bien de todos y de México, ojalá y no repita la misma fórmula en su impugnación de los comicios.
El proceso electoral lo podemos dividir en tres etapas. Primero vinieron las campañas donde los candidatos ocuparon el centro del escenario. Luego llegó el día de la elección cuando los ciudadanos fuimos los protagonistas centrales. La armonía y buena vibra que se respiró en la mayoría de las casillas, nada tuvo que ver con los aires beligerantes que soplaron en las campañas. Después de los turnos de los candidatos y los ciudadanos, ahora los reflectores se concentrarán en los jueces. Las fobias que dejó la campaña no sólo afectaron las primeras etapas del proceso electoral sino también contaminarán la fase judicial de los comicios.
Toda la evidencia indica que Felipe Calderón ganó las elecciones presidenciales. Sin embargo, el PRD no da por buenos los resultados que ofrece el IFE. Un serio error de comunicación en los resultados del PREP, le regaló a AMLO la legitimidad para impugnar las cifras oficiales. En los reclamos del PRD veo más frustración que razones legales. Sin embargo, un proceso electoral marcado por la temperatura de los rencores es difícil que se resuelva con la frialdad de los argumentos.
La demanda del PRD de recontar voto por voto puede ser útil para calmar las aguas, pero también puede provocar un tsunami. Si el tribunal electoral ordena repetir el cómputo de sufragios, los seguidores del PRD tendrían una terapia grupal que les permitiría mejorar la digestión de su derrota. El tamaño de la catarsis debe ser proporcional a las expectativas sobre su triunfo. Ante sus fieles, AMLO tiene casi una obligación moral de llevar la lucha hasta las últimas instancias legales. Concederle la victoria al adversario a la primera de cambios sería percibido como una traición a su causa. La función más importante del recuento voto por voto no sería una terapia para atemperar ánimos sino para fortalecer la legitimidad de los comicios ante un tercio de los votantes.
Sin embargo, la iniciativa del recuento también carga consigo el cofre de Pandora: Bastaría cambiar dos votos por casilla, para alterar por completo el resultado de la elección presidencial. Si ganara AMLO el tercer recuento, ¿Felipe Calderón y el PAN se quedarán con las manos cruzadas? La demanda de recontar cada sufragio es legal y legítima, pero debemos tener presente sus consecuencias políticas.
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