El derrumbe vertiginoso de la imagen de eficiencia política de la administración Peña ha sido punto menos que catastrófico. El gobierno federal estimó que sería suficiente un pacto de gobernabilidad legislativa a fin de erigirse como una autoridad exitosa, investida de una legitimidad distante de la voluntad de las urnas, pero sustentada en la representatividad del régimen de partidos. Sin embargo, la realidad nacional es mucho más compleja y plantea problemáticas cada vez menos sostenibles como la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones, la crisis de legitimidad de los actores políticos, la banalización del respeto al Estado de derecho (todo mundo clama por él, pero pocos están dispuestos a someterse al mismo, al menos en condiciones de igualdad), además de los escasos incentivos de cambio –por paradójico que parezca—que existen en prácticamente todos los sectores (gobierno, sector productivo, organizaciones sociales, ciudadanía en general). Esto podría explicar por qué las propuestas de solución planteadas desde el Ejecutivo, sobre todo en el tema de seguridad y justicia, han quedado cortas en su aplicación –como la intervención federal en Michoacán—, de plano han fracasado –como el control del crimen en entidades como Tamaulipas y el Estado de México—, o nunca llegaron a concretarse –como el decálogo de iniciativas anunciado en Palacio Nacional el 27 de noviembre pasado.
Respecto a este último caso, las medidas enmarcadas en el lema “Por un México en Paz, con Justicia, Unidad y Desarrollo”, no es casual que el presunto espíritu de urgencia con el cual lo postuló el presidente hace poco más de quince días, se haya quedado en una promesa fatua que tal vez nadie nunca quiso cumplir y, de igual forma, probablemente nadie esperaba que se cumpliera. Ciertamente, la iniciativa adolecía de diversas fallas y encontró resistencias desde varios sectores de la sociedad civil y del mismo Poder Legislativo. Así, no haberla aprobado durante el periodo ordinario de sesiones que acaba de concluir el pasado 15 de diciembre, no es del todo negativo. Por otra parte, si se analiza el hecho a partir de la perspectiva de la eficiencia de la respuesta gubernamental, el decálogo constituyó una mera reacción de botepronto, cuya intención pareció ser –sin éxito, por cierto—atenuar el malestar social y, en un segundo momento, al dejar la potestad en el Congreso, distribuir las responsabilidades –y críticas—sobre la toma de decisiones en el asunto. Esto contrasta con determinaciones anteriores como la creación de la Comisión por la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, donde el Ejecutivo no tuvo el menor pudor en actuar solo e, incluso, haciendo acrobacias inconstitucionales. Parece claro que el Ejecutivo utilizó el proceso como un medio de distracción por no considerar que la situación demanda un cambio sustantivo de su parte.
Ahora bien, a diferencia de los primeros dos años del gobierno de Peña, donde la aprobación de las reformas estructurales –principalmente la reforma energética— dominaron la atención del gobierno y eran la prioridad del Ejecutivo, los pendientes legislativos actuales carecen de ese interés. Desde el punto de vista de la administración federal, las reformas aprobadas serán suficientes para mejorar la situación actual. Esto se da por hecho aunque la implementación de las mismas apenas comienza, y su éxito depende de una ejecución responsable y puntual. La apuesta por que en un futuro no muy lejano las reformas puedan reactivar el crecimiento económico y la percepción de inseguridad se diluya, han contribuido a que el gobierno adopte una forma de administración inercial. En lugar de aceptar, analizar y enfrentar los desafíos y retos, prefieren mirar al otro lado y esperar a que los reclamos y la atención de la sociedad se debiliten, se desgasten o, por qué no, se inhiban.
Por último, vale la pena destacar cómo la pasividad y el desentendimiento no son exclusivos del presidente o del gobierno federal, sino que cuentan con la complicidad de los demás poderes y de la oposición. De esta manera, los actores políticos en su conjunto no terminan de dimensionar, ni de contar con un diagnóstico adecuado de la gravedad de la crisis social, política y económica actual. Esto ocasiona que no existan incentivos reales de cambio y no se perciba la imperiosa necesidad de buscar alternativas factibles. Por el contrario, se continúa viviendo de ocurrencias que no sólo retrasan las soluciones, sino que recrudecen los conflictos. El riesgo es que todo tiene un límite –al que en apariencia no se ha llegado—y, cuando se alcance, las respuestas tendrán que ser urgentes y, por ende, no necesariamente óptimas.
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