La democratización del “cochupo”

PAN

Las acusaciones constantes de Gustavo Madero, presidente del PAN, sobre el uso clientelar de los recursos públicos por parte del PRI, no muestran nada nuevo en la política mexicana. Lo mismo puede decirse de los sempiternos reclamos de Andrés Manuel López Obrador respecto a que “los dados están cargados” en el sistema electoral. La película parece haber regresado varios lustros hacia el pasado, cuando la oposición se quejaba con amargura del entonces partido hegemónico por “jugarle sucio” en todos y cada uno de los comicios celebrados en el país. No obstante, hay una diferencia sustancial respecto a aquellos años del autoritarismo priista: los adversarios del tricolor ya fueron, son, y serán gobierno. Infortunadamente para la democracia mexicana, eso no significo un cambio sustancial en las prácticas clientelares y corporativas a la hora de querer sacar ventaja “a la mala” del acceso a recursos que ofrece ostentar el poder. En consecuencia, el discurso de la victimización de la oposición tal vez sí tenga fundamento en la realidad, pero su impacto y legitimidad están bastante debilitados.
En pleno arranque de las campañas locales en 14 estados del país, el fenómeno de la corrupción en el manejo de los recursos públicos con fines electorales vuelve a la discusión. A través de las últimas dos décadas, México ha creado y remendado cualquier cantidad de leyes, con el supuesto afán de combatir esa práctica: desde reformas al 41 constitucional (donde está la normatividad electoral general del país), pasando por la legislación del COFIPE, la mal llamada ciudadanización del IFE, la creación de una unidad especializada de fiscalización, una fiscalía especializada en delitos electorales, un tribunal electoral, hasta la más reciente, la adenda del Pacto por México. El punto es que el problema no nada más sigue existiendo, sino que se ha “democratizado”. Todos los partidos políticos han igualado en la práctica su condición como actores corrompidos por el deseo de seguir asidos del poder. Sin embargo, la oposición al PRI demostró ser más ambiciosa, más burda y torpe en una práctica política que criticaron mientras estuvieron excluidos de ella, pero que abrazaron con fervor en cuanto se les dio acceso tanto a nivel local como federal.
La erradicación de estas prácticas del sistema político mexicano no se dará a punta de denuncias mediáticas –en un entorno donde los ciudadanos han internalizado el hecho que todos los partidos son corruptos–, ni por la redacción de nuevas iniciativas de ley donde se castiguen de forma más severa (sanciones a actos de corrupción, como el del financiamiento de las campañas, que ninguno de los legisladores o sus partidos, piensa dejar de realizar). En este contexto, ya se viene la temporada de las reformas políticas. Entre las cosas nuevas (y no tan nuevas) que se encontrarán en el debate serán el rebase en el tope de gastos de campaña como causa de nulidad de una candidatura y, eventualmente, de unos comicios, así como la agilización en los procesos de fiscalización electoral. Como de costumbre, todo suena muy bonito. La realidad, apruébese lo que se apruebe en los próximos meses, es que mientras no haya una consolidación cultural y, por ende, de facto, del respeto al Estado de derecho, siempre se encontrará la forma de darle vueltas a la ley e, incluso, de usarla a su favor. Mientras los actores políticos de todos los partidos sigan sintiéndose cómodos tanto con la corrupción como herramienta de conservación del poder, como con la posibilidad de negociar, chantajear y manipular el discurso de la “salvaguarda a la voluntad ciudadana”, continuaremos teniendo una “democracia” que desencante más y más a quienes, paradójicamente, deben ser sus pilares y principales defensores: los ciudadanos.

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